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Tempranito en la mañana de aquel lunes 24 de marzo, alguien le llamó por teléfono.
—Monseñor, ha salido en los periódicos una gran esquela anunciando que usted celebra esta tarde una misa de difuntos en el hospitalito.
—Sí, pues.
—Monseñor, es bastante extraña esa esquela, tan grande, tan destacada.
—¿Y entonces...?
—Parece como pregonando que es usted quien dice esa misa. No vaya, Monseñor, no vaya.
Se excusó con dos palabritas y colgó. Puso cara de preocupado.
—No es prudente, Monseñor -le dijimos las hermanas.
—Pero es mi deber.
—Su deber es cuidarse.
—Ni modo, yo tengo ya un compromiso con esa familia y voy a celebrar. Estamos en las manos de Dios. ¿O es que ya no tienen fe?
( Teresa Alas)
Todo el mundo llamó a la oficina del Socorro Jurídico aquella mañana. En grandes letrotas los periódicos resaltaban la noticia del día: “Monseñor Romero llama a las bases del ejército a la insubordinación”, “El arzobispo comete delito”. El coronel que estaba al frente de la oficina de información de las fuerzas armadas hacía declaraciones acusando a Monseñor. Semejante alboroto me asustó un poco.
—Ya vamos a tener que zamparnos en otro lío jurídico como el de la Corte Suprema, para salvar a este hombre -me dijo uno.
—Pero aquí será peor, ¡tocó a los militares! -le dije yo.
Realmente quedé bien preocupado, pero cuando alguien me llamaba todo amolado, yo cambiaba el disco y pasaba a dar ánimos.
—No hay cuidado, ya verá qué bien salimos. ¡A mí me encantan estos enredos!
La noche anterior yo le había entregado a Monseñor Romero la primera redacción de un informe sobre derechos humanos que estábamos preparando, precisamente para sustentar su llamado en la homilía a que cesara la represión. Casi a mediodía me llegó aviso de las hermanas del hospitalito: Monseñor quería que almorzara con él para discutir aquel texto.
Llegué, pero él se retrasó bastante y a las dos yo tenía otra cosa urgente. Decidí almorzar con madre Luz y madre Teresa. Las dos estaban muy nerviosas.
—Ay, Roberto, es que desde el sábado que usted cenó con Monseñor hasta hoy ya hemos recibido cinco llamadas de amenaza contra él y después de la homilía de ayer, más llamadas y todavía peores, bien feo el modo. Lo van a matar, Roberto...
—No se pongan así -traté de tranquilizarlas-, ya verán que Monseñor Romero nos va a enterrar a ustedes y a mí. Y para cuando sea mi turno, ya le tengo pedida una buena homilía, ¡de esas de diez horas! ¡Ya le dije que sólo desde el cajón de muerto le aguanto esos rollos!
Se sonrieron, pero quedaron preocupadas. En la oficina, como a las tres y media, lo llamé.
—¿Qué pasó, Monseñor? Me falló.
—Ahí me disculpa, Roberto, pero ya que no hubo almuerzo, véngase a cenar conmigo. Tengo una misa a las seis en el hospitalito y estoy libre a las siete. Lo espero a esa hora para que veamos aquello.
—Ahí llego, pues.
( Roberto Cuéllar)
En la tarde del 24 hizo un poco de cosas. Después de almuerzo, lo llevé a su doctor de los oídos, tenía unas molestias. Después, a Santa Tecla, donde el padre Azcue, su confesor. No le tocaba ir, pero ese día, así de repente, me dijo que quería confesarse.
Cuando ya íbamos de regreso a su casa, me encomendó que le diera a hacer una buena tarima para ponerla afuera de Catedral y poder hacer las celebraciones de semana santa al aire libre.
—Una cosa sencilla, hombre. Andá a buscarte un carpintero que nos la haga bien barata, bien alta y bien rápido. Vas a ver que esta semana santa será muy concurrida, será un domingo de ramos como nunca, ya verás.
—Vaya, Monseñor -le reclamé-, usted siempre son planes, no descansa nada. Se le pasa la rosca y llega la noche y sigue y sigue y sólo es sofocos. ¡Y seguro que de eso sí no se confiesa!
—No fregués, hombre. Fijate en el corazón que Dios nos puso. Tampoco descansa nunca. ¡Y no se para! Imaginate: setenta latidos por minuto, ¡y eso de día y noche!
Riéndose. Lo dejé en el hospitalito para ir a buscar al carpintero. Ya estaba atardeciendo. No miré nada raro allí en los jardines.
—¡Ay, tener que celebrar esta misa ahora! -me dijo al bajarse.
Como sin muchas ganas.
( Salvador Barraza)
La capilla del hospitalito es luminosa aún a las horas en que el sol comienza a hacer viaje. Parece un pedazo del jardín que se quedó encristalado en medio de la grama y de las flores. Las hermanas que cuidan a los enfermos de cáncer sacan tiempo para sacarle brillo al suelo. Y en el pulido suelo se reflejan las bancas también brillantes. Detrás del altar, un Cristo en cruz mira siempre hacia arriba, luchando por escapar de la muerte.
Hoy está casi vacía la pulcra y alegre capilla de la Divina Providencia. Para las seis de la tarde está anunciada la misa de aniversario en sufragio de doña Sarita de Pinto. Monseñor llega puntual, revestido con la casulla morada de cuaresma. Se inclina sobre el altar y lo besa. Se ponen de pie las apenas veinte personas que asisten a la misa, familiares, algunos amigos y un fotógrafo que anda cámara para retratar al final al arzobispo y a los parientes de doña Sarita.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...
La respuesta aunque es de todos, es tenue, apenas susurros.
—Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad...
Qué lejana parece la Catedral de ayer domingo, tumultuosamente llena, del escenario casi vacío de esta capilla blanca y calma. Los ojos de Monseñor Romero lo recorren todo y se detienen un rato, como fascinados, en la luz de una candelita que pispileya necia sobre el altar, luchando por no apagarse.
—Oremos: Señor Dios nuestro, que quisiste que tu Hijo se entregara a la muerte...
De la llama en agonía, los ojos de Monseñor Romero van hacia el rectángulo de la puerta que tiene enfrente y que recorta el atardecer. Afuera, dominan ya las tinieblas. Comienza a leer, todos se sientan, rutinariamente atentos.
—Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los corintios...
Un viento tibio, pero intenso, el del fin de la cuaresma, mueve con fuerza las veraneras y los arbolillos del jardín, luchando por deshojarlos. Después de leer en el evangelio la parábola del grano de trigo que al caer en tierra se multiplica, comienza la homilía. Quiere ser breve, porque después de misa tiene bastante quehacer y esta noche le va a tocar desvelarse.
—“...es necesario no amarse tanto a sí mismo que se cuide uno para no meterse en los riesgos de la vida que la historia nos exige...”
Continúa posando los ojos en las compañeras piezas de tantas liturgias: blancos los manteles bordados, rojo el vino en la vinajera de cristal. Color de tierra el rostro de aquella señora de la tercera banca, que tanto le recuerda el rostro de su mama. Color de tierra también su propia mano, surcada de venas, que se mueve esta tarde algo temblorosa.
—“...si nos alimentamos en la esperanza cristiana nunca fracasaremos...”
El micrófono lleva el timbre de su voz hasta el lejano cerco cundido de tercas flores de izote, en el horizonte del jardín. Esta capilla parece la carpa de un circo, como la de aquellos circos que se armaban de un día para otro allá en Ciudad Barrios. Sigue la misa, ya está llegando a su mitad. Al fondo, por el lado de la cocina, Monseñor alcanza a distinguir el ruido familiar de las ollas y las pailas: las hermanas preparan ya la cena. Por los cristales de la izquierda observa un movimiento rápido, parece una sombra luchando con la oscurana. Y alcanza a ver un brillo, apenas una chispa. Será un quiebraplata en vuelo. Pero es metal.
Es hora de poner punto final a la homilía:
—Justicia y paz para nuestro pueblo.
Se escucha en susurros un amén, así sea. Así va a ser.
Vuelve al centro del altar para ofrecer a Dios el pan y el vino. Ya no le tiembla la mano, ya está solo y sólo mira el blanco lino del corporal, que va desdoblando suavemente. Lo extiende, lo acaricia y roza apenas el filo de oro de la patena que va a alzar.
Al levantar los ojos, por los cristales de la izquierda alcanza a mirar el fogonazo, un segundo de luz, ruido y pólvora. Fue un solo tiro a la altura del corazón. Cae derribado a los pies del crucifijo. Y en un instante siembra el suelo de semillas de sangre.
Escuché un disparo, uno solo. Tal vez por estar tan cerca el micrófono sonó como el estallido de una bomba. Y aquel griterío de la gente. Corrí de la segunda banca a la puerta, pero no miré nada. Sólo el ruido del motor de un carro que escapaba a toda prisa.
( Teresa Alas)
-¡Le dispararon!
Sin sentir los pies, volé del comedor a la capilla. Monseñor sangraba boca abajo en el suelo. Me le tiré encima.
—¡Monseñor!
Nada. Le tomé el pulso. Nada.
—Démosle la vuelta -le dije a la hermana Teresa.
Cuando lo hicimos, un río de sangre le salió por la boca. La madre Luz estaba llamando al doctor, corrí donde ella.
—Ya no, Monseñor ya murió.
( María del Socorro Iraheta)
Venía en carro para mi casa a las seis y cuarto. Parqueado enfrente mismo de la salida del hospitalito miré un land rover tipo lanchón color claro. Junto al carro vi a cuatro hombres, uno al timón y tres platicando fuera. Recios, con guayaberas. Me miraron sobresaltados, pensando que yo iba a entrar al hospitalito. Pero seguí rumbo a mi casa. Al entrar escuché el tiro, tantos se escuchaban en aquel tiempo que ni le puse mente. Después ya até los hilos: aquellos cuatro tipos estaban dándole protección al carro del asesino.
( Regina Basagoitia)
-¡Mataron a Monseñor Romero!
—¡No te creo!
Repican a la vez todos los teléfonos de San Salvador. Llegan todos con la misma noticia y regresan todos con idéntico estupor, igual incredulidad, las mismas lágrimas. Como quien llora al padre y a la madre.
—Es cierto, ¡poné la radio!
—¡Aún no sale nada en la radio!
—¡Salí a la calle, todo mundo lo dice!
—¿Y dónde? ¿Y cómo? ¿Y quién?
—¡Fue D’Aubuisson!
El corazón de El Salvador marcaba 24 de marzo y de agonía.
Me quedé en el arzobispado media hora más, tenía cosas que terminar. Poco después de las seis y media recibí una llamada del hospitalito diciendo de su muerte, pero no lo creí. En los días anteriores había recibido yo tantas y tantas llamadas con amenazas de muerte o dándome la noticia de que estaba muerto por aquí o por allá, que no lo creí.
—No haga caso, ¡son gentes sin oficio! -me decía Monseñor cuando yo le contaba de esas llamadas.
Pero y si... Llamé de vuelta al hospitalito.
—Sí, sí, es confirmado. Mataron a Monseñor.
No regresé a mi casa en toda la noche. No paraban de entrar llamadas, llegaban de todas partes del mundo preguntando lo que yo, porque tampoco creían.
—Es verdad, murió Monseñor -me cansé de repetir aquella noche.
( Dina Estrada)
La Mila de Rengifo pasó llamando a sus amistades y a sus conocidos más cercanos. Me consta porque a mí llamó.
—¿Ya supiste que por fin mataron a ese hijueputa? Esta noche vamos a dar una fiesta para celebrarlo y estás invitada.
Se juntaron en la San Benito para un carnaval, con champán, con cohetes, con baile, y hasta con D’Aubuisson de invitado de honor. Yo no podía parar de llorar.
( Flor Fierro)
Cuando nos llegó la noticia, fue un desorden por el dolor y la sorpresa. Yo salí fletado de la reunión y me dio por correr hacia el arzobispado. En las escaleras me encontré a dos pobres mujeres, sentadas en las gradas, descalzas, llorando sobre sus faldas de colores. Me senté queriendo consolarlas. O consolarme yo.
—Ya no, ya no, se nos murió nuestro padre. ¿Y ahora, quién más?
Nos habían dejado huérfanos.
( José Simán)
En una reunión clandestina andábamos los del FDR, Juan Chacón, Quique Álvarez, todos... Allí nos llegó la noticia. Y no me avergüenza decir que a todos se nos rodaron las lágrimas. No podíamos analizar, no nos cabía en la cabeza cómo alguien podía acabar así con un hombre de tanto valor. Si ese día hubiéramos hecho el llamado, ¡se da una insurrección popular! Pero nos faltaba la unidad.
( Leoncio Pichinte)
No creo que haya habido guerrillero en El Salvador que no lo haya llorado. Yo también. Todos perdimos ese día.
( Nidia Díaz)
Me agarró estando por la universidad. A esa hora empezaron a anunciar por los parlantes que Monseñor Romero había sufrido un atentado. Y fue como una ola, como una orden. Todos nos abrazábamos, llorábamos. Después, corrimos cada quien buscando nuestro lugar. Yo me vine a la iglesia. Se fue llenando de gente, de gente, de gente, todos queríamos llorar juntos aquella tarde.
( Miguel Tomás)
Siempre pensé políticamente en la posibilidad de su muerte, pero nunca pensé esa muerte de modo personal.
—Monseñor -le había dicho varias veces-, le voy a conseguir un chalequito contra balas.
Y él se ponía a reir y me decía:
—¡Es de más!
La noticia me estremeció.
( Rubén Zamora)
Hasta ahí nunca pensamos que iban a llegar estos ingratos. ¡Nunca! ¡Y matarlo en una santa misa! Cuando lo mataron, ¿sabe de qué me acordé? Si esto hicieron con el árbol verde, ¿con el seco qué no harán? ¿Qué harán ahora con nosotros, indios que no valemos nada?
( Adela López)
En mi cantón se regó la noticia y más luego, el dolor y la rabia. Todos los campesinos sentimos completamente un pesar, fue una completa decepción. Y nos reunimos a llorarlo, más que si hubiera sido un compadre o alguien de la propia familia de uno. Era un brazo que le quebraban a nuestro pueblo.
( César Arce)
Todo llevaba a Roberto en aquel crimen. Yo quise desaparecer, esfumarme aquel día. Ha sido para mí un trauma permanente llevar este apellido y ser de la misma sangre de alguien que hizo un daño tan espantoso al pueblo salvadoreño. Desde el primer momento y hasta hoy estoy convencida de que aquel hombre que fue mi hermano es el responsable del asesinato de Monseñor.
( Marisa D’Aubuisson)
¿Que quién mato a mi hermano? ¡Pues no está D’Aubuisson! Él fue, desde que me dieron la noticia yo supe que él fue. ¿No fue D’Aubuisson quien lo amenazó por televisión, con una foto de él que sacaba, diciendo que era peligroso, que había que ponerle cuidado porque era el secretario general de las organizaciones? ¿Qué más quiere? Algún día lo sabremos todo, ésa es la última página que aún nos falta.
( Tiberio Arnoldo Romero)
Ese lunes 24 de marzo se discutía ante un comité de la Cámara de Representantes de Estados Unidos la renovación de la ayuda militar del gobierno norteamericano al gobierno de El Salvador. Yo estaba en Washington ese día, iba a comparecer ante el Comité cuando me llegó la noticia de su muerte. Recordando las enormes ganas de vivir que tenía Monseñor, hablé en su nombre. Para nada. A los pocos días, la ayuda militar fue aprobada por amplia mayoría.
( Jorge Lara Braud)
La noticia recorre ligera como tigrillo herido la América Latina. En la Amazonía brasileña, otro obispo, Dom Pedro Casaldáliga, la oye y de lo más dentro del dolor de todos y en nombre de todos, escribe el primero de los poemas a San Romero de América: “... Pobre pastor glorioso / asesinado a sueldo / a dólar / a divisa / como Jesús por orden del Imperio...”
Estaba editándole la homilía del domingo 23 de marzo, mi tarea de cada lunes. La orden en mi casa era no interrumpirme por nada ni por nadie. Pero me interrumpió mi hermana para decírmelo. Sin querer creerlo, salí corriendo a la Policlínica. Del hospitalito lo habían llevado allá. Entré. Ya había mucha gente alrededor, ya habían llegado periodistas. Estaba en una camilla baja, con una sábana cubriéndole hasta el pecho y una aguja grande en el corazón, señalando el lugar por donde había entrado la bala. Monseñor parecía dormido. Me sacaron de allí cuando iban a hacerle la autopsia.
( María Julia Hernández)
Como estaba vestida de blanco, me tomaron por enfermera y me dejaron quedar.
—¿Puede sostenerlo, hermana?
Me eché a Monseñor encima, como si lo chineara, para que pudieran tomarle la placa por abajo, después lo puse de lado, para la otra placa. La sábana estaba empapada en sangre.
( María Teresa Echeverría)
“El proyectil que quito la vida a Monseñor Romero era blindado y explosivo de calibre 25. La bala penetró a la altura del corazón y siguió una trayectoria transversal, alojándose finalmente en la quinta costilla dorsal. La muerte se debió a la hemorragia interna provocada por la herida de bala”.
( Informe de la autopsia)
Muy pronto empezaron a oirse bombas por todo San Salvador. Dijeron que primero le harían la autopsia y de ahí lo llevarían a la funeraria y de ahí a la Basílica para la vela, pero con las bombas entró la incertidumbre de si se iba a poder. Finalmente, prepararon el cadáver en la Policlínica. Fuimos corriendo al hospitalito a buscarle toda su ropa, su casulla y su báculo de obispo. Estallaban las bombas por todos lados.
( María Téllez)
Las hermanas fuimos a verlo a la Policlínica. Ya había una larga fila pasando delante de él, larguísima. Iban llorando, se santiguaban, rezaban el rosario. Pero cuando yo estuve delante de él, me pareció que estaba durmiendo la siesta, como hacía allá, cuando era sólo un cura joven, en nuestro convento de San Miguel. Entonces, me incliné y le di un beso en la frente. Después, esa foto de la monja besando al obispo salió en un poco de periódicos de todo el mundo.
( Germana Portillo)
Estaba todavía su sangre derramada por el suelo que rodea el altar de la capilla del hospitalito.
—Lo van a traer aquí -dijeron- para una misa.
Seguían las bombas, de cuatro a cinco de la madrugada, cuando aún no amanecía, fue como si el mundo se nos fuera a hundir encima. ¿Tanta bomba por qué? ¿Eran los muchachos como protesta o eran los otros para poner al pueblo en más miedo? Todavía era noche cuando se celebró allí la misa.
—Ahora que amanezca vamos a llevarlo a la Basílica -dijo Urioste.
( María Teresa Echeverría)
Llena de gente estaba la Basílica, esperándolo, cuando él llegó. En los muros la gente había pegado hojitas volantes con una consigna: “Señor arzobispo, hable con Dios por El Salvador”. Enseguida que entró empezó una misa. Y a las diez de la mañana otra. No se cabía y todo era llanto. Y aquellos lamentos que te conmovían.
—¡Ay, padrecito, ay! ¡Qué te hicieron, padrecito!
—¿Por qué nos dejaste, por qué?
De ahí se organizó una procesión de miles y miles, diez en fondo, hacia Catedral. Allí era más cerrada en multitud la gente esperándolo. Y empezó otra misa.
( Teresa Armijo)
Aquellos días las organizaciones populares teníamos tomada Catedral. Enseguida la desocupamos para que pudiera ser allí la vela de Monseñor. Y dentro dejamos mantas en las que escribimos: “Compañero Óscar Romero, ¡hasta la victoria!” Y otras mantas en las que escribimos otros mensajes: “No queremos aquí a Revelo, a Aparicio y al Nuncio, son traidores”, “Repudiamos presencia de escribas y fariseos”.
( Nicolás López)
La homilía de esa mañana en Catedral la tuvo Urioste:
—“...Nos asesinaron a nuestro padre, nos asesinaron a nuestro pastor, nos asesinaron a nuestro profeta y nos asesinaron a nuestro guía. Es como si cada uno de nosotros perdió ayer algo de sí mismo...”
Éramos un pueblo huérfano. Después se hicieron dos hileras de bancas, desde donde quedó él colocado en su cajón, hasta la puerta. Y todo ese tramo se fue enflorando de coronas. Hermosísimas coronas y otras pobrecitas, hechas de manojitos y de palmitas. Llegaron miles y miles, millones de flores. Creo que aquellos días El Salvador quedó sin ni una flor. Todas estaban allí.
( Teodora Puertas)
De día y de noche la gente no mermaba de pasar a verlo y a verlo. Se organizaron las grandes camionadas con las grandes cantidades de campesinos para venir a su vela en Catedral. O a pie. De todito el país se dejaron venir, de todo cantón, de todos los rincones. Y llorábamos igual los hombres que las mujeres. Era un solo llanto y tanto se lamentaba el campesinado y el obrero como alguna gente de pisto, porque a muchos de ésos él les había cambiado su corazón. También llegaban los cipotillos, chiquitos pues, pero ya sabiendo lo que habíamos perdido.
( Moisés Calles)
Regresando de verlo en su cajón, revestido con su casulla blanca y su estola roja, listo para una misa eterna, todo lo vivido se me agolpó en la memoria y se me alumbró todo.
—Ve -le dije a un amigo-, por tres años Dios nos regaló un profeta. Y todo ha sucedido entre dos eucaristías: aquella misa única del 20 de marzo de 1977 y la misa que nunca terminó, su misa de ayer, 24 de marzo de 1980.
( Inocencio Alas)
San Salvador, 25 marzo 1980 - En la amplia y nunca concluida Catedral metropolitana de San Salvador hubo que hacer enormes filas para poder contemplar de cerca el cadáver del “obispo del mundo”, como fue propiamente llamado, Monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado ayer en horas de la tarde. Siete colas se iniciaban desde diversos puntos del parque Barrios y llegaban al portón occidental del máximo templo nacional. Después de pasar junto al féretro, todos portando flores, el público abandonaba conmovido y lloroso el local por las puertas laterales de oriente y poniente.
Este primer día hubo un movimiento de cien personas por minuto, ingresando a la Catedral desde las diez y media de la mañana hasta las siete y media de la noche, calculándose que fueron cincuenta y cuatro mil salvadoreños los que acudieron en el día de hoy a despedirse de su pastor. Fuentes de la curia arquidiocesana anunciaron que el cadáver estará expuesto en Catedral hasta el domingo 30, cuando se celebrarán las exequias y el entierro.
Era casi la Semana Santa, que es tiempo muy caliente. Durante esos cinco días, entre su asesinato y su entierro, San Salvador fue otra ciudad. Las calles, los mercados, las colonias... Nadie habló de otra cosa y todas las brújulas apuntaban hacia aquel salvadoreño que reposaba en el corazón de Catedral.
—No habrá homilía este domingo -decían muchos con nostalgia, soñando con que él se levantara y volviera a hablarnos.
—¿Y sin, él qué habrá este domingo? ¿Qué tenemos que hacer ahora...?
Lo esperabas todo aquellos días y el pueblo estaba dispuesto a vivirlo todo. El mundo parecía parado. De pie y detenido. A la espera.
( Francisco Calles)
Decidí no verlo muerto, quería recordarlo vivo, quería alejarme de San Salvador, no soportaba aquel peso que se sentía, que te aplastaba, aquella tristeza. Era domingo de ramos el día de su entierro, 30 de marzo, y a las ocho de la mañana me iba a la playa con las tres cipotas y unos amigos. Buscando huir.
Pero a las seis llegó el padre Estrada corriendo a mi casa.
—Mirá, en la YSAX necesitamos una voz femenina para narrar el entierro, nos falló la locutora que teníamos. ¿Y quién mejor que vos?
No me hubiera perdonado decir que no. Sentí que era el mismo viejito quien me lo pedía, que lo acompañara hasta el final. Vaya, pues, Monseñor, será mi último homenaje a usted.
Como de gala, pues, me puse un vestido blanco que yo apreciaba mucho y me fui a la plaza. Allí me subieron a una tarima para la transmisión. Qué emocionada me di al ver aquel mar de gente. La misma elevación, la misma vibración que yo había sentido en Catedral cuando él hablaba, era la que podía palpar en la multitud que crecía y crecía por instantes.
Mientras la plaza se iba llenando, me tocó leer fragmentos del evangelio, de homilías de Monseñor, testimonios de gente que lo habían conocido, su biografía, anunciar las delegaciones que iban entrando en la plaza, mensajes de pésame de tanta gente, cartas, telegramas... Conmigo leían también Paco Estrada y Paco Escobar. Sólo la YSAX transmitía el entierro.
( Margarita Herrera)
Doscientas cincuenta mil personas apiñadas en la Plaza Libertad siguen la misa de entierro de Monseñor Romero. Muchas llevan en sus manos fotos suyas, de todos los tamaños, adornadas con flores o con las palmas del domingo de ramos. En las escalinatas de Catedral, donde estoy, están el improvisado altar y el ataúd del arzobispo. Celebran treinta obispos y trescientos sacerdotes. Quince minutos después de haber comenzado la misa, una ordenada columna de quinientas personas, de ocho en fondo, se une a la multitud. Son los representantes de las organizaciones populares unidas en la Coordinadora Revolucionaria de Masas. Delante de todos, viene Juan Chacón. Marchan detrás de sus banderas y cuando presentan una corona de flores ante al féretro, la multitud les vitorea.
Sigue la misa. Cuando ya en la homilía, el representante del Papa, Cardenal Corripio Ahumada, arzobispo de México, está parafraseando una conocida enseñanza de Monseñor Romero -“la violencia no puede matar la verdad ni la justicia”- se queda sin palabras ante la atronadora explosión de una bomba.
Esa bomba venía del lado más lejano del Palacio Nacional, que hace esquina con la fachada de Catedral. Yo lo vi. Me quedé mirando fijamente al Palacio, con la boca abierta. Siguieron otras explosiones atronadoras. Del Palacio vi brotar fuego y un denso humo, como si el pavimento estuviera inflamándose. La multitud comenzó a huir despavorida alejándose del Palacio. Inmediatamente empezaron a sonar disparos por todos lados. Miles de gentes se dirigían hacia nosotros como una ola masiva. Detrás de nosotros, sólo había una catedral vacía.
( Jorge Lara Braud)
Estaba trepado en los techos de Catedral viendo aquella concentración de gente. Algo bello, solemne: parecía un zacatal que el viento ondula. Después de las bombas, algo pavoroso, como una estampida de ganado. Todos huían de la balacera de los francotiradores que rafagueaban al pueblo desde el Palacio Nacional, buscando refugio donde podían. Catedral siempre los acogió y hacia allá corrieron miles. La tragedia fue que las verjas de Catedral sólo se abren hacia fuera. Mientras más empujaban, más las cerraban. Enseguida empezaron a saltarlas. Pero todas las rejas terminan en una punta de lanza. Se caían, se empujaban, se herían, se desgarraban los brazos y las piernas. Y muchos de los de más atrás morían aplastados.
( Antonio Fernández Ibáñez)
Las bombas nos agarraron metidos en un edificio que había pegado a Catedral, un cascarón de esos viejos, de madera y zinc, que estaba además lleno de cajas vacías de huevos. Fuimos allí para tratar de hacer un enlace radial de la YSAX con la Radio Sandino de Managua para que los nicas transmitieran la ceremonia. En aquel edificio viejo se ponía los domingos la unidad móvil para radiar la homilía.
De repente, cuando sonaron los bombazos en la plaza, ¡en un zas! aquel lugar tan pequeño se nos inundó de gente con caras de terror. Entonces, nos cortaron la transmisión. Fue el gobierno, pero como nosotros no habíamos visto la avalancha de la plaza, no entendíamos nada de lo que pasaba. Sólo oíamos tiros fuera y aquello que se rebalsaba. Empezó a faltar el aire, el edificio amenazaba caerse, la gente rezaba a gritos: ¡Sálvenos Monseñor!
( Margarita Herrera)
La catedral de San Salvador no puede dar cabida adecuada a tres mil personas de pie. Tras media hora de batalla en la plaza, más del doble ya estaban apretujadas en su interior y otras muchas seguían empujando para entrar.
Había personas paradas hasta en los últimos espacios disponibles, incluso sobre el altar mayor. No había forma de movernos y pronto llegó el momento en que apenas se podía respirar. El edificio temblaba con los estallidos de las bombas. Una terrible resonancia agrandaba el ruido de los disparos y todo se oía sobre un fondo de oraciones y llantos que surgían de todos los rincones.
Yo traté de controlar mi pánico preocupándome por mis vecinos, rezando con ellos y recomendando calma con palabras reconfortantes, algunas de ellas aprendidas de Monseñor Romero.
Estaba situado en una segunda fila de seres humanos contando desde la pared, con el Cardenal Corripio a mi derecha. A mi izquierda y en la fila detrás de mí, una mujer imploraba a Dios y empezaba a morirse. Apenas pude volver mi cabeza hacia ella, pero nada más. Como laico presbiteriano, improvisé el rito de la Iglesia Católica para los moribundos. “Tus pecados te son perdonados, vete en la paz de Dios”, recé. Aunque la mujer murió, quedó de pie, no había espacio para que pudiera yacer en el suelo. En algunos casos la gente apenas podía levantar un cuerpo desvanecido o un muerto y llevarlo sobre sus cabezas, aunque nadie sabía dónde ponerlo.
En un momento, mientras luchábamos por sobrevivir, empecé a oir corear un grito por encima del ruido de las bombas, pistolas y oraciones. Llevaban algo en las manos sobre sus cabezas. Me costó ver qué era aquello que avanzaba. Pronto todo el mundo en la Catedral se fue uniendo a un canto que anunciaba su llegada. El pueblo unido jamás será vencido, el pueblo unido...
Finalmente, pude ver lo que anunciaba aquel canto: era el ataúd de Monseñor Romero que entraba en su Catedral transportado en las puntas de los dedos de todos, abriéndose camino hacia el lugar de su reposo final.
( Jorge Lara Braud)
Como que se desgranaba la Catedral, como que fuera arena, como que fuera agua, como que fuera el fin del mundo o el juicio final. Yo escuché gritar a una religiosa:
—¡Pongámonos en oración, que ésta es la última hora!
Y se sentía el fervor de aquel conglomerado de gente haciendo cada quien su oración, pidiendo una buena muerte. Y se sentía también ya el gran mosquero por los cadáveres que iban cayendo y que nadie podía recoger. La gente que iba cayendo muerta.
( Alejandro Ortiz)
¡Ay, por amor de Dios! Los panecitos de hostia para consagrar, ¿qué se hicieron? ¡Fue una pura buruca! Las gentes queriendo trepar por la barandita para guarecerse y a aquellos grandes personajes de Iglesia que nos visitaban también había que cuidarlos. ¿Qué hicimos? Los arrebujamos a todos en los confesionarios para que una bala perdida no los fuera a matar.
—¡Esto que nos pasa es la represión que Monseñor denunciaba! -gritaba duro la gente, sin ningún miedo.
—¡Cese la represión, cese la represión! -decían otros.
—¡No importa nada, morimos con él! -eso, la mayoría.
Porque era hora de morir. Y abrazábamos el cajón donde estaba Monseñor.
—¡Ni enterrarlo en paz nos dejaron!
Y otros queriéndole dar aire al cajón para que no agarrara calor con aquella apretazón de gente. Y hasta hubo quien murió por abrir un espacio donde no lo había al cuerpo de Monseñor.
Cuando ya dentro de Catedral dijeron de terminar de celebrar la misa y enterrarlo, habían desaparecido los cálices y las hostias y no se encontraba en qué. Gente que en el atropello tal vez se los llevó. A la mamá de Julita la mataron aplastada y le encontraron un poco de hostias en el regazo.
( Juliana Estévez)
Después de unas horas, cuando ya Catedral estaba llena de muertos, pero algo más desahogada de gente, el Cardenal Corripio con otros obispos y sacerdotes se acercaron al ataúd de Monseñor, por ver de terminar aquella liturgia. Eran rempapados en sudor. Muchos, subidos a las bancas.
—Dénme hostias para continuar la misa -dijo Corripio.
—No hay hostias, excelencia.
—Dénme vino.
—No hay vino.
—Pues entonces un libro para rezar al menos los responsos.
—Tampoco hay libro, excelencia.
Entonces, el obispo de Chiapas, Samuel Ruiz, se sacó del bolsillo un librito de oraciones y eso sirvió para al menos rezarle algo antes de enterrarlo. Todo se hizo de prisa. Estaba ya la tumba abierta. En carrera metieron allí el ataúd. Y más ligeros, los albañiles empezaron a poner cemento y ladrillo, ladrillo y cemento. Hasta que lo repellaron todo.
( María Julia Hernández)
Había pasado no sé el tiempo en aquel edificio viejo gritando por un megáfono, tratando de calmar a la gente. Cuando por fin aquello se desocupó y pude pasar a Catedral, estaba casi vacía. En el pasillo central, allí donde mismo estuvo expuesto el cuerpo de Monseñor, había una ringlera de mujeres que murieron asfixiadas dentro o aplastadas fuera. La mayoría de los cuarenta muertos y de los más de doscientos heridos de aquella mañana fueron señoras ya mayores.
Salí fuera a la plaza. Como un campo de batalla abandonado. Por el pavimento, lentes rotos, bolsos, carteras y cerros, cerros, cerros de zapatos perdidos en la avalancha.
( Margarita Herrera)
Regresaba a mi casa llorando sin lágrimas. Y mi madre, ¿estaría viva o estaría muerta? Tan mayor ella, y yo sabía que había estado en la plaza... En ésas, me quedé como hipnotizado mirando. Un pobre hombre, en harapos, tiraba piedras contra un gran rótulo de coca-cola cercano a Catedral. Tiraba una piedra y gritaba:
—¡Ustedes fueron los culpables!
Y otra piedra, con más rabia aún:
—¡Ustedes son los culpables!
Y repetía su rito ante nadie. Ante el mundo. Lo dejé allí, calmando así el dolor de todos.
( Ernesto Martínez)
“El país esta pariendo una nueva edad y por eso hay dolor y angustia, hay sangre y sufrimiento. Pero como en el parto, dice Cristo, a la mujer que le llega la hora sufre, pero cuando ha nacido el nuevo hombre ya se olvidó de todos los dolores.
¡Pasarán estos sufrimientos! La alegría que nos quedará será que en esta hora de parto fuimos cristianos, vivimos aferrados a la fe en Cristo, y eso no nos dejó sucumbir en el pesimismo.
Lo que ahora parece insoluble, callejón sin salida, ya Dios lo está marcando con una esperanza. Esta noche es para vivir el optimismo de que no sabemos por dónde, pero Dios sacará a flote a nuestra patria y en la nueva hora siempre estará brillando la gran noticia de Cristo”.
( Homilía, Nochebuena 1979)
Han pasado los años. Alrededor de la tumba de Monseñor Romero, en las paredes, sobre la lápida, se han ido amontonando día con día los agradecimientos. Tablitas de madera barnizada agradecen milagros en los ojos, en las piernas varicosas o en el alma. Plaquitas de mármol cuadradas, rectangulares, a veces de plástico en forma de rombito o de corazón, dan también las gracias al arzobispo por el hijo hallado o por la madre curada, piden la paz, piden la paz, piden la paz y que acabe la guerra y recuerdan nombres. Hay también papelitos donde las “grasias” son historias, novelas a medio contar, cartas y hasta poemas y cantos. Cartones también, pedacitos de tela, bordados, en blanco, con hilos de colores...
Todo lo que dolió está allí, la felicidad recobrada también. No se pierde nada, todo vuelve al regazo de Monseñor.
Una mañana de invierno, el cielo cerrado en agua, un hombre harapiento, pelo encolochado por el polvo, camisa de hoyos, limpia con esmero esa tumba, valiéndose de uno de sus harapos. Apenas amanece pero él ya está activo y despierto. Y aunque el harapo está sucio de grasa y tiempo, va dejando brillante la lápida.
Al terminar, sonríe satisfecho. A aquella hora temprana no ha visto a nadie. Tampoco nadie lo ha visto. Yo sí lo vi.
Cuando sale a la calle, necesité hablar con él.
—Y usted, ¿por qué hace eso?
—¿El qué hago...?
—Eso, limpiar la tumba a Monseñor.
—Porque él era mi padre.
—¿Cómo así?
—Es que yo no soy más que un pobre, pues. A veces acarreo en el mercado con un carretón, otras veces pido limosna y en veces me lo gasto todo en licor y paso la cruda botado en la calle... Pero siempre me animo: ¡son babosadas, yo tuve un padre! Me hizo sentir gente. Porque a los como yo él nos quería y no nos tenía asco. Nos hablaba, nos tocaba, nos preguntaba. Nos confiaba. Se le echaba de ver el cariño que me tenía. Como quieren los padres. Por eso yo le limpio su tumba. Como hacen los hijos, pues.
( Regina Basagoitia)
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