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Fue corta esa primavera. El golpe, la junta, la juventud militar prometiendo cambios, las esperanzas... Qué va a ser. El poder seguía siendo de los viejos militares y de la oligarquía de toda la vida.
Llegaron un día de aquellos el Coronel Majano y el Coronel García a visitar a Monseñor Romero en el hospitalito.
—Necesitamos que usted nos exprese con mayor claridad su apoyo -le dijo Majano.
—¡A nosotros, pues! -remató García.
Monseñor Romero se había cansado, y hasta quemado, expresando ese apoyo a los miembros civiles de la junta y del gabinete. En ellos sí tenía una gran confianza.
—El gobierno atraviesa una crisis, vamos guindo abajo y una palabra suya nos puede ayudar mucho.
Después de un rato de estar escuchándolos a los dos militares, los ojos bajos, Romero les miró a la cara.
—Todo lo que ustedes me indican y me piden lo miro muy bien, pero hay algo en este gobierno que a mí no me parece.
—¿Y qué es, Monseñor? -le dijo ansioso Majano.
—Que se haya nombrado Ministro de Defensa desde el comienzo, y se mantenga después de dos meses en ese cargo, a un militar tan represivo como es el Coronel José Guillermo García.
—¡Óigame -le dijo el aludido-, que yo soy el Coronel García!
—Ya lo sé, y precisamente por eso lo digo, porque a mí me gusta decir las cosas de frente.
Romero lo miró detenidamente, pero ya no le dijo más. Tampoco hablaron los dos militares. Salieron del hospitalito con paso marcial.
( Armando Oliva)
San Salvador, 10 diciembre 1979 - El Ministro de Agricultura, Enrique Álvarez Córdova, anunció al país el decreto de la junta de gobierno número 43, por el que se establece la próxima implementación en todo el país de la reforma agraria. Según datos presentados por el Ministro, en El Salvador menos de dos mil familias -el 0.7 por ciento de los propietarios- posee el 40 por ciento de todas las tierras del país, las de mejor calidad. Éstas serán las propiedades que resultarán afectadas por la transformación agraria que se va a iniciar próximamente.
Monseñor Romero se empiló con la reforma agraria. Ya estaba distanciado de la junta, pero aquel decreto lo entusiasmó.
—Sólo es anuncio, Monseñor -le dije yo, que andaba chiva con aquello-. Aguardemos, pues. Más vale un “doy” que tres “te daré”.
—Pero el ministro de agricultura es un hombre muy honrado.
—Lo es, pero no manda. Aquí mandan los chafas y los ricos, ¡y más quieren mandar si hay tierras por medio!
—¿Por qué sólo sos desconfianzas vos?
—Más viejo es usted y más desconfiado debía ser. Más que todo con este gobierno. Con la boca hablan de las reformas y con la mano vuelan los garrotazos. Mire cuánta represión hay por todos esos lados por donde dicen que van a hacer su tal reforma agraria.
No me hacía mucho caso. Dudaba también, como yo, pero quería ponerle esperanza al asunto, como siempre fue su modo.
—Me agradó lo que dijeron: que la tierra va a ser para el que la trabaja y no para el que la hereda.
—¡Dicen pajaritos de colores, Monseñor!
—¡Qué radical que sos!
Discutíamos, pues. Un día llegó a Concepción Quezaltepeque y se le reunió el poco de campesinos para una misa, el grandísimo montón de gente. Y él aprovechó para sacarles lo de la reforma agraria a ver qué pensaban ellos.
—Me parece una ley que será beneficiosa para ustedes -por ahí arrancó.
—El papel aguanta todo, Monseñor -le dijo un campesino-, no se fíe ni de palabras bonitas ni de papelitos.
—Pero hay que hacerle alguna confianza al gobierno.
—¿Y el gobierno no tiene que hacernos alguna confianza a nosotros los campesinos? Nomás abrimos el piquito y hacemos un reclamo ordenado a todas esas reformas que ellos pregonan que van a hacer, ahí viene la guardia a desalojar, a malmatar, a volarnos bala. ¿Qué reformas les vamos a creer, si son los mismos?
Le contaron de las últimas zanganadas del ejército. Una matanza de más de veinte personas en Joya de Cerén, en Opico, hasta cipotillos habían matado. Unos campesinos capturados por Chalate y por otros lados.
—¡Todos los días matan más! La única reforma que les creyéramos es la del corazón de ellos, que no nos siguieran matando.
—¡Tal vez sea que ahora nos van a repartir tierra no para siembros sino para tumbas! -dijo un tal Martín y enseñó la gran boca risona, en la que sólo quedaban dos dientes.
—Pero ya hay una ley -siguió Monseñor- y ahora tendremos que ver entre todos que esa ley se cumpla cabalmente.
—¿Una ley? ¿Y usted anda creyendo en sus leyes, Monseñor?
Se quedó viéndolos. ¿Creía? Quería creer.
—Monseñor -le dijo uno chaparrito con los ojos más negros que ala de zope-, no crea en sus leyes, no les crea. Nosotros lo sabemos ya de siempre: la ley de ellos es como la serpiente, sólo pica a los que andamos descalzos.
Dos domingos después, cuando ya los muertos por la represión fueron más y la ley seguía durmiendo en el papel, Monseñor habló en su homilía del domingo de la ley de reforma agraria y la comparó a una serpiente.
( Juan Bosco)
San Salvador, 30 diciembre 1979 - La mayoría de los miembros civiles de la junta de gobierno y del gabinete y otros altos funcionarios hicieron público un documento dirigido al Consejo Permanente de las Fuerzas Armadas condicionando su permanencia en el gobierno a que cese la creciente represión que hoy caracteriza al proyecto nacido del golpe del pasado 15 de octubre. Varios de los firmantes de este virtual últimatum solicitaron como última medida al arzobispo Romero su mediación en este conflicto.
La cohetería que recibió el nuevo año 1980 fue ruidosa en San Salvador. Ruidosísima. Ese día, la tensión nacional no hacía bulla, pero era mayor.
—Recen porque todo salga bien -les dijo Monseñor Romero a las hermanas del hospitalito al salir después del desayuno-. ¡Y por si ustedes no bastan, pongan a todos los enfermos a rezar!
Se enrumbó hacia el arzobispado, rezando también él. Aquel 2 de enero y en aquella reunión de los civiles y los militares del gobierno mucho se estaba jugando el país, de sobra lo sabía. Las manos le sudan al acercarse al edificio del seminario.
Todos los civiles llegan puntuales, según el horario acordado, a las nueve y media.
—No se deje arrastrar por la presión del momento, oiga su propia conciencia y decida en conciencia.
Ese consejo repite Monseñor Romero a todos los civiles a los que va saludando. Después, van subiendo todos a la biblioteca. Bastante más tarde llegan los militares.
—¡Nosotros venimos a hablar sólo con usted, con el obispo, no con aquellos! -le alega un uniformado a Monseñor.
—Pero no era eso lo pactado. Yo, el obispo, me comprometí a mediar en el diálogo que ustedes iban a tener con los civiles. Allá arriba los esperan ellos.
Empiezan a discutir y a pretender más largas, hasta que por fin los militares suben también a la biblioteca, donde los esperan los civiles. Va con ellos Monseñor Romero.
—Como salvadoreño, les pido en nombre de la Iglesia y del pueblo que encuentren una solución -les pide al abrir el encuentro, las manos sudadas por los muchos nervios.
Se cierra la puerta y se abre el debate. El horno de las polémicas, pues. Cuando a las tres de la tarde salen de la biblioteca para almorzar, el Consejo Permanente de la Fuerza Armada está lanzando ya en cadena de radio un comunicado en el que acusa a los civiles de pretensiones inconstitucionales. Es un balde de agua fría que paraliza un diálogo que estaba aún a medias.
—¿De qué sirvió esto, pues? ¡Pura mueca nomás! ¡Ya aquellos se tenían cocinado su tamal y nosotros acá volando lengua! -casi lloraba un ministro.
Poco después empiezan a desgranarse, una tras otra, las renuncias de todos los civiles de aquel gobierno que al nacer se proclamó “revolucionario”.
( Del Diario de Monseñor Romero, 2 enero 1980)
—Tenemos que encontrar una salida.
Eso me repetía Monseñor Romero en los últimos días en que yo participé como Ministro de la Presidencia de aquel gobierno.
Todavía recuerdo que en un receso de la reunión de emergencia que tuvimos con él en la biblioteca del seminario, me le acerqué.
—No hay salida, Monseñor...
—Traten de que la haya. Si no, lo que se viene es muy feo y muy malo para el pueblo, traten de encontrar una solución, traten de hacer algo.
Algo para evitar la guerra, en eso estaba él comprometido a fondo. A pesar del comunicado del ejército, pasamos toda la tarde, el montón de horas, intentando encontrar una salida, pero... Ya más noche le dije:
—Monseñor, no podemos seguir con este gobierno, para nosotros es ya un problema de conciencia.
—Si es así, yo respeto esa conciencia. Y si deciden salirse del gobierno, yo los voy a apoyar.
Nos salimos por conciencia y él nos apoyó. Y sin conciencia, otros corrieron a pactar con los militares. No se sabe por cuántas monedas, la Democracia Cristiana se puso a gobernar junto a los uniformados.
( Rubén Zamora)
Yo entré a gobernar en la segunda junta, con otros compañeros de la democracia cristiana, convencidos de que ése era el único camino para salvar a este país.
—¡Si entró en la junta, dé la batalla ahí dentro!
Eso me repetía Monseñor Romero siempre que iba a verlo cargado de dudas.
—Monseñor -le decía yo-, a veces doy órdenes y no me las cumplen los militares. No crea, ¡por ratos yo también me rebelo!
—Mientras esté dentro, dé la batalla dentro.
Me insistía siempre con lo mismo. Sin embargo, había algo chocante en él. Ese aliento, esas palabras, me las decía un viernes. Y el domingo, ¡todo lo contrario! Ocupaba la homilía para fustigarnos. Nos criticaba durísimo a la democracia cristiana. Según él, éramos los responsables de todo. Nunca nos dio ningún reconocimiento, sólo pencazos y pencazos públicos.
¿Que cómo interpreto yo esta reacción de él? Creo que Monseñor Romero fue un líder manipulado por la masa. Fue un dirigente, pero lo manejó la izquierda. Tenía una concepción de la justicia social bastante romántica y miraba lo político con cierta ingenuidad. Toda su acción fue influenciada por el idealismo de la izquierda y por el radicalismo de la derecha, que le mataba a sus sacerdotes y a sus comunidades.
Y hay que decir que cuando los de la democracia cristiana nos metimos a este proyecto estábamos claros. Yo sabía que muertos tenía que haber. La visión más optimista era que serían veinte mil, la más realista, que caerían sesenta o setenta mil personas y la que tratábamos de evitar, la más sangrienta, que habría doscientos o trescientos mil muertos. Monseñor Romero no era político y él no podía aceptar esas contabilidades. ¡El no quería ni un muerto! ¿Ve? ¡Puro idealismo! Rubén Zamora y compañía, la misma cosa, el mismo purismo.
—Mirá, mi nivel de sangre ya llegó a tope, no puedo más -decían éstos cuando pusieron su renuncia.
Eran reacciones emotivas, no políticas, pero en un proceso social y político, ¿quién puede controlar el nivel de sangre?
( Antonio Morales Ehrlich)
“A la Democracia Cristiana le pido que analice no sólo sus intenciones, que sin duda pueden ser muy buenas, sino los efectos reales que su presencia en el gobierno está ocasionando. Su presencia está encubriendo, sobre todo a nivel internacional, el carácter represivo del régimen actual. Es urgente que como fuerza política de nuestro pueblo vean desde dónde es más eficaz utilizar esa fuerza en favor de nuestros pobres. Si aislados e impotentes en un gobierno hegemonizado por militares represivos o como una fuerza más que se incorpora a un amplio proyecto del gobierno popular, cuya base de sustentación no son las actuales fuerzas armadas, cada vez más corrompidas, sino el consenso mayoritario de nuestro pueblo”.
( Homilía, 17 febrero 1980)
Dicen que dicen... que la oligarquía de El Salvador está afilando memoria y lápices y hace unas sencillas cuentas aritméticas. Y dicen que se lamenta.
Hacen memoria de la matanza de campesinos de 1932, con la que el General Maximiliano Hernández Martínez les logró sofocar a los subversivos de entonces. En las cuentas de “otros” se habla de este hecho como de una de las masacres más espeluznantes de la historia latinoamericana. Para estos ricos es otra cosa, ellos recuerdan aquella sangre, sienten nostalgia y mueven sus deditos enjoyados sobre las teclas de la calculadora que siempre llevan en el bolsillo. Y se lamentan.
Después concluyen. Y escriben su queja en los periódicos de San Salvador, en un comunicado con firma camuflada. “En 1932 -declaran- matamos a cuarenta mil y tuvimos cuarenta años de tranquilidad. Si hubiéramos matado a ochenta mil hubieran sido ochenta años”.
Era jodida nuestra vida, tremebundamente jodida, pues. Porque te mandaban a matar gente en el campo, gente a las que no le conocías ni el nombre, menos el mal que hubieran hecho. ¡Y ninguno hacían! Más bien eran cristianos como nosotros que nomás aguantaban hambre y les tenías que volar bala y quemarles el rancho y robarles los cuches y las gallinitas.
¿Pues? Eran órdenes de mi capitán, eran órdenes de mi teniente, eran órdenes de mi coronel. Y como entre fantasmas no se pisan las sábanas, siempre la orden era orden y era matar.
Pero no sólo se manejaban los jefes con crueldad hacia el campesinado, sino que contra nosotros. También nos garroteaban. Carne de pobre aunque vaya vestida de guardia, de pobre es.
—Tal vez Monseñor Romero, porque mira por el pobre, nos presta su voz -dije yo un día en el cuartel a unos cuantos rasos que estábamos inconformes con aquella vida.
—¿Crées vos...?
—Nada perdemos con probarle el corazón por ese lado.
Como le escuchábamos sus homilías, en eso hallaba yo el aliento. Y fue ésa la razón de que le escribiéramos aquella carta que él leyó en una su homilía. Se la enviamos a riesgo del pellejo y él también se jugó lo suyo declarándola.
( Ramón Montero)
“Tengo una carta muy expresiva de un grupo de soldados. ¡Bien reveladora! Voy a leer la parte que puede interesarnos más. ‘Nosotros, un grupo de soldados, le pedimos que si nos puede hacer público los problemas que tenemos y nuestras exigencias que planteamos a los señores oficiales y jefes y junta de gobierno y con su ayuda estaremos de antemano agradecidos. Lo que nosotros queremos es lograr la mejoría de las tropas de la FAES: 1) mejoría del rancho, 2) que se evite el uso del garrote y el ultraje hacia la tropa, 3) que se mejore el vestuario de la tropa, 4) que se nos aumente el salario, pues lo que recibimos en definitiva son veinte o treinta colones mensuales, que si se toman en cuenta todos los descuentos que se nos hacen, queda en nada, 5) que no se nos envíe a reprimir al pueblo...’ Queridos soldados, en este aplauso del pueblo pueden encontrar la mano tendida a esas angustias de ustedes.”
( Homilía, 20 enero 1980)
Eran cuadras y cuadras de gente, como ocho kilómetros de manifestación. La garganta y el corazón se me hicieron nudo. Yo descreído, fui a comprobar si era cierto el apoyo que las organizaciones populares decían tener. Porque en cuenta, yo no les creía. Y aquello me sorprendió. El montón de gente. Y el orden. Y la conciencia. Y la alegría. Porque aquello más parecía fiesta. Y lo era. La primera demostración de fuerza popular de la Coordinadora Revolucionaria de Masas, que era el primer intento unitario de toda la izquierda. ¡Puta, yo casi lloraba viendo aquello! ¡Doscientas mil personas!
Me había asomado también a las manifestaciones que estaban haciendo por aquellos días las señoras de la burguesía, la Cruzada pro Paz y Trabajo. Y miré que todas aquellas viejas arrastraban a bastantes, pero... ¡clase de diferencia! Nosotros éramos muchísimos más.
Tan grande la marcha que con sangre tenía que acabar. Ya desde el arranque empezaron a sobrevolar la manifestación avionetas que rociaban un veneno sobre la gente.
—¡Qué hiede esto! -empezaron a gritar los que comenzaron a sentir los efectos.
Pero seguían, poquitos fueron los que se dispersaron, tal vez los que más se malearon con aquella tufalera.
A la altura del Palacio Nacional, la guardia, que estaba encajada en los tejados, empezó a rociar no veneno, sino balas. Yo estaba en el Parque Libertad y lo pude mirar todo. Empezaron las carreras, los gritos, la sangre, los muertos y los heridos que iban cayendo en el pavimento. Y la gente buscando dónde esconderse, se salían por las calles contiguas y un gran montón fue a refugiarse a Catedral y a El Rosario.
—Esta gente del gobierno no entiende -me dijo un viejo que estaba a la par mío-. Ahí sólo que les hagamos entender a pija, con una guerra.
( Jacinto Bustillo)
Quedaron docenas de muertos tendidos en las calles, heridos por todos lados, a algunos los llevaron a los hospitales, cienes de gentes refugiadas en Catedral y en El Rosario y más de cuarenta mil personas que se fueron a meter a la Universidad Nacional y allí quedaron cercadas por el ejército, que no se avenía a dejarlos salir.
Había que ver cómo hacíamos para que los que quedaron vivos y enteros pudieran seguir viviendo y regresaran a sus casas. San Salvador parecía campo ardiendo después de una batalla.
Me fui corriendo al arzobispado.
—¡Ahí sólo que evacuemos a esa gente, están en peligro! -le dije a varios curas con los que me topé de primeras.
—Ya sabían que era un gran peligro organizar esa manifestación -me dijo uno frío como hielo-. Fue una imprudencia.
Empecé a contarles lo que yo mismo había visto, pero era evidente que no querían saber.
—¿Dónde está Monseñor Romero? -les cambié la onda.
Y sin esperar respuesta salí volado a buscarlo al hospitalito. Allí estaba, pegado al teléfono, hablando con la Cruz Roja, con la Marianela, la de los derechos humanos, reclamándole al gobierno, buscando mediadores para sacar a la gente que estaba atrapada en la universidad. Pedía, exigía, reclamaba.
—¡Monseñor, vengo del parque, lo vi todo!
Cuando oyó esto, hizo enseguida una pausa para saber más. La versión oficial, que estaban pasando por televisión y radio, responsabilizaba del alboroto a los manifestantes.
—Cuénteme todo lo que usted vio.
Quería todos los detalles. Y se los di. Escuchaba, preguntaba más y seguía escuchando. Ya por la tarde, y en medio de la repicadera de los teléfonos, se vuelve y me comenta bien preocupado:
—Y toda esa gente que está en Catedral no habrá comido...
—Pues seguro no, Monseñor, están encerrados desde mediodía.
El mismo lo dispuso todo para que se les llevara algo. Ya era noche cuando andaba yo para arriba y para abajo acarreando frijoles en mi carrito. Pasadas las 10, cuando ya se empezaban a amarrar soluciones para le evacuación, me invitó a cenar con él.
Por mi trabajo en la YSAX sabía que para esos días tenía un viaje a Bélgica, donde iba a recibir un doctorado.
—¿Y va a ir, Monseñor?
—Tal como están las cosas, mejor me quedo.
—Sería como bajarse del burro cuando uno está pasando el río, ¿no?
El tenía plena conciencia de que si alguien en El Salvador podía conducir aquel volado y evitar más derramamiento de sangre, ése era él. Pero también se daba cuenta que la voz salvadoreña que sería más escuchada en el extranjero era la suya.
—Tal vez mejor hago ese viaje...
A los pocos días salió para Bélgica.
( Jacinto Bustillo)
“Vengo del mas pequeño pais de la lejana América Latina. Vengo trayendo en mi corazón de cristiano salvadoreño y de pastor, el saludo, el agradecimiento y la alegría de compartir experiencias vitales...
Nuestro mundo salvadoreño no es una abstracción, no es un caso más de lo que se entiende por ’mundo‘ en países desarrollados como el de ustedes. Es un mundo que en su inmensa mayoría está formado por hombres y mujeres pobres y oprimidos...
Ahora sabemos mejor lo que es el pecado. Sabemos que la ofensa a Dios es la muerte del hombre. Sabemos que el pecado es verdaderamente mortal, pero no sólo por la muerte interna de quien lo comete sino por la muerte real y objetiva que produce. Recordamos de esa forma el dato profundo de nuestra fe cristiana. Pecado es aquello que dio muerte al Hijo de Dios y pecado sigue siendo aquello que da muerte a los hijos de Dios...
Los antiguos cristianos decían: ‘La gloria de Dios es que el hombre viva’. Nosotros podríamos concretar esto diciendo: ‘La gloria de Dios es que el pobre viva’.”
( Discurso en la Universidad de Lovaina,
Bélgica,
al recibir el Doctorado Honoris Causa en Humanidades, 2 febrero 1980).
Empezó la cacería de una manera terrible por toda aquella zona de Aguilares. Porque, ¿qué reforma agraria? ¡Más de lo mismo! Más sangre, más represión. A partir de febrero del 80 fueron ríos de sangre. El primer caso más directo que tuvimos en aquel febrero fue el de una enfermera de la clínica parroquial y su hermana. Las fueron a sacar a la noche a su casa y al amanecer aparecieron las dos violadas, torturadas y asesinadas por unos cañales de Apopa. Y ya luego no pararon de matarnos gente. Entre febrero y diciembre de 1980 contamos seiscientas ochenta personas asesinadas en nuestra región. Muchas de ellas, dirigentes. Cristianos con carisma, capaces de organizar a la comunidad.
—De los doscientos cincuenta que nos juntábamos con el padre Rutilio Grande en aquellas lindas comunidades sólo quedamos vivos tres -me dijo José Obdulio Chacón.
Botaban los cadáveres en los caminos, en los guindos, por las calles. Y nadie se atrevía ni a recogerlos, porque al que los iba a levantar, a ése lo mataban a la noche siguiente. La situación nos desbordaba, no alcanzábamos ni para celebrar misas por los difuntos.
( Octavio Cruz)
Matas de huerto, pino y otras clases de crotos usamos para embellecer la callecita por donde él iba a pasar en su visita que nos hacía. En aquella época yo era mayordomo de San Miguel Arcángel y me tocó hacerle saber a Monseñor Romero de nuestra vida.
—Hay un gran movimiento de unidad en nuestro lugar, Monseñor, y estamos bien conscientes de lo que vivimos en pobreza.
Ése fue el mensaje que se le envió a él desde el cantón San Miguelito, el que está en un valle. Y Monseñor acudió donde nosotros a inaugurar una escuela nueva, de seis aulas, de hasta sexto grado, la que habíamos hecho con el esfuerzo de la comunidad, que puso su mano de obra gratis. Y cuando fue ya el rumor de que Monseñor llegaba, nosotros repartimos invitación a todos los cantones de alrededor y aunque cerca estaba la calle por donde pasaban los guardias para Ojos de Agua, y aunque pusieron retenes, salimos a encontrarlo.
—¡No seamos como los frijoles, que al primer hervor se arrugan! -decía una comadre para darnos ánimo.
Y nos alcanzó ánimo para todos, porque nadie se quedó fuera de la fiesta de recibirlo al obispo.
Preparamos a los niños de doce años para abajo, que fueran delante con palmitas de monte y flores. También llevamos guitarras, violines y cohetes. Cuando él llegó, un grandísimo aplauso, como río crecido. Monseñor pasó en medio de dos filas de niños. Caminábamos un poquito, nos parábamos otro poquito y le echábamos vivas a Monseñor. Así, vuelta una y otra vez hasta llegar a la iglesia.
—Me siento como el Señor el Domingo de Ramos en Jerusalén -nos dijo sonriendo.
Cuando almorzamos con él la comidita de campesino que le habíamos preparado, hizo una oración:
—Bendigo las manos del campesino, de donde sale el maíz, del que después viene el pollo y más después viene el huevo.
Cuando ya se iba, todos le llevaban recuerdos. De un cantón de Minas, donde hacen porrones para echar agua de helar, le dieron uno de regalo. Era un cántaro de hechura de gallina, con el piquito y las alitas y todo, para que él helara su agua. Otros le llevaron piñas de azucarón, cajas de guineo hermosísimos, cocos y naranjas por lo consiguiente, huevitos de gallina india y aguacates también, todas cosas halagüeñas. Un gran poco de regalos que le echamos en su carrito, un jeep cremita que él tenía, no de categoría sino de pobretón, y él encantado, porque todos los regalos éstos y algotros más eran cariños de campesinos.
Como ya nos habíamos quitado la inquietud de terminar el grupo escolar, estábamos listos para inaugurar pronto la postería de luz eléctrica.
—Monseñor -le hablé como mayordomo-, necesitamos que nos tenga la gran amabilidad de decirnos si usted puede volver a la inauguración de la luz de aquí.
Me declaró que estaba para servirnos y que reencantadísimo iba a volver.
—Porque -dijo- son ustedes los que me van llevando hasta los últimos rinconcitos de El Salvador y así no me muero sin conocerlos.
( César Arce / María Otilia Núñez)
Dicen que dicen... que Monseñor Romero tiene costumbre de peluquearse cada quince días y parece que al señor barbero se le pasaron las tijeras esta tarde. Cuando Monseñor llegó a la reunión que tenía con las señoras del equipo de Cáritas, le dijo la Elsita:
—¡Ay, Monseñor, qué cortito le han dejado esta vez el pelo! Parece corte de militar.
Para qué se lo dijo. Enojadísimo se puso. Tajante. Se le salió el indio de veras.
—Por favor, doña Elsita, no me vuelva a decir eso nunca más. ¡Nunca más!
Machetón porque lo estuviera comparando con un militar. Dicen las señoras que nunca antes le habían visto en tanta cólera.
Pegué un brinco en la banca cuando escuché lo que Monseñor Romero nos sacó aquel domingo en Catedral. Porque lo acostumbrado era que él leyera por el radio las cartas que nosotros los pobres le mandábamos. Pero leernos él la que él escribió y por cuenta, ¡una carta para el Presidente de los Estados Unidos! ¡Gran poder de Dios!
—“Señor Presidente... Me preocupa bastante la noticia de que el Gobierno de Estados Unidos esté estudiando la manera de favorecer la carrera armamentista de El Salvador enviando equipos militares y asesores para entrenar a tres batallones salvadoreños en logística, comunicaciones e inteligencia...
Dado que como salvadoreño y arzobispo de la arquidiócesis de San Salvador tengo la obligación de velar porque reine la fe y la justicia en mi país, le pido que si en verdad quiere defender los derechos humanos:
∙ Prohiba se dé esta ayuda militar al gobierno salvadoreño.
∙ Garantice que su gobierno no intervenga directa o indirectamente con presiones militares, económicas, diplomáticas, etc., en determinar el destino del pueblo salvadoreño...”
Cuando Monseñor acabó de leer su carta, aquella Catedral fue un vergo de aplausos. Y aplaudiendo fue como si todos firmáramos a la par de Monseñor aquella carta al gringo.
La carta al presidente Jimmy Carter fue recibida con tremenda ovación en la Catedral de San Salvador. Mucho más lejos, en el Vaticano, la reacción fue diferente: consternación, indignación.
—Quieren una explicación, Monseñor -le trae la noticia el padre Ellacuría-. Hay un gran revuelo en Roma por esa su carta.
Le había faltado tiempo. En menos de veinticuatro horas, el Departamento de Estado en Washington ya le había puesto las quejas a la Secretaría de Estado en el Vaticano.
—El padre Arrupe está viendo que el padre Jerez viaje de urgencia a Roma a explicar allá a los curiales del Vaticano el por qué de su carta.
—¿Pero el por qué no está suficientemente claro...?
—Para nosotros aquí sí, para ellos allá no.
—Pero si el gobierno de Estados Unidos comienza a ayudar militarmente a este gobierno represivo, ¿hasta dónde va a llegar entonces la represión? ¿No queda claro eso? Nosotros debemos poner un freno a tiempo.
—Parece que en el Vaticano es a usted a quien quisieran frenar.
El rostro de Monseñor se apesara. Los ojos del Vaticano siempre miran con otros lentes, se dice a sí mismo.
—¿Y qué podemos hacer?
—Ya usted hizo la carta. El gobierno de Estados Unidos ha dicho que es “devastadora”. Eso demuestra que usted puso el dedo en la llaga -le dice Ellacuría.
—Jerez va para allá, lo estamos localizando -añade Estrada.
—¿Y lo escucharán en Roma? -pregunta Monseñor.
—Hay que hacer todo lo posible y lo imposible -dice Ellacuría-. Este ya es un pueblo crucificado, con una guerra sería peor, más sufrimiento.
Y los jesuitas Ellacuría y Estrada se sientan un rato con Monseñor. Platican de lo que se siente y se presiente: la guerra a las puertas. Esa guerra en la que Estados Unidos parece decidido a intervenir.
—Los americanos han bautizado ya el tipo de guerra que van a hacer aquí -dice Ellacuría-, la llaman “guerra de baja intensidad”. Ya la ensayaron en Vietnam.
—“Ese nuevo concepto de guerra particular, que consiste en eliminar de manera homicida todos los esfuerzos de las organizaciones populares bajo pretexto de comunismo o terrorismo...”
Lo graba así, esa misma noche, Monseñor Romero, en su diario y la voz queda registrada con un estremecimiento de angustia.
Aún no ha amanecido cuando el repicar del teléfono lo despierta de un profundo sueño que lo cobijó por unas horas protegiéndolo de peligros y temores.
—¿Sí? Diga...
—Monseñor, nos volaron la emisora. La equis está en el suelo, no ha quedado piedra sobre piedra, la bomba acabó con todo.
( Del Diario de Monseñor Romero, 18 febrero 1980)
La bomba destruyó totalmente la vieja planta de la YSAX, que ya tenía sus bastantes años y sus muchos problemas. Desde hacía unos meses, cuando ya nos habían puesto una primera bomba y al técnico que le daba mantenimiento a los equipos de la emisora lo habían amenazado de muerte, yo me había vinculado a la radio.
—¿Y ahora qué podemeos hacer?
La cara de Monseñor Romero cuando llegó a ver aquella ruina era una sola ansiedad. Tener la emisora fuera del aire sí que lo impacientaba. Se sentía renco, manco, mudo.
—Hay que hacer algo, ¡y pronto!
—Yo sé que existe un equipo nuevo que está embodegado desde hace qué tiempo, Monseñor. Lo que tenemos que hacer es sacarlo y hacerlo funcionar -quise tranquilizarlo.
Al frente de la operación de reconstrucción acelerada de la emisora se puso el padre Pick, un jesuita gringo y gigante que trabajaba en Honduras y que tenía una gran experiencia en radio. Vino volando para El Salvador con esa única misión.
No fue fácil. En aquel tiempo nada lo era. Además del trabajo de quitar los escombros, de la reconstrucción de una nueva caseta en un nuevo terreno, estábamos topados por no tener el manual de instrucciones de aquel transmisor, que desembodegamos en carrera.
—¿Por qué no funciona? -preguntaba Monseñor cada vez más apremiado.
—Este aparato ha estado guardado demasiado tiempo, Monseñor y no es ni tan nuevo.
Cierto, era un transmisor hechizo de segunda o cuarta mano que Pick había conseguido muy barato en los Estados. Y por algo dicen que lo barato sale caro. Nos estaba saliendo caro en tiempo, pues. Porque ya parecía que sí y ¡paf! aquello no funcionaba, ¡y vuelta a empezar!
Para colmo, Catedral estaba en construcción o estaba tomada -siempre estaba así- y Monseñor tenía que celebrar en la Basílica. Desde el primer domingo que estuvimos fuera del aire, toda la gente que pudo llevó grabadoras para recogerle la homilía y pasarla después en sus comunidades.
Lo más que pudimos hacerle nosotros, ya para el segundo domingo, fue una buena conexión por teléfono con Radio Noticias del Continente en Costa Rica y así la homilía se escuchaba por la onda corta en El Salvador y de ahí en Centroamérica y la señal llegaba hasta Colombia y Venezuela.
Nos internacionalizamos, pues, pero todo muy artesanal, porque le teníamos que poner un teléfono en el altar con un cable larguisísimo y él predicaba por teléfono hacia Costa Rica y un monaguillo pasaba sosteniéndole el auricular del teléfono tanto rato que se le dormía la mano, con aquellas sus homilías que hacía, que eran de hule.
Pasaban los días y el tal equipo nuevo que no quería arrancar.
( Jacinto Bustillo)
—El presidente carter no ha recibido aún la carta que usted leyó en su predicación dominical -le dice a Monseñor Romero el funcionario que hace de embajador en El Salvador aquellos días.
—¿No la ha recibido? Pues yo ya se la envié.
—Es una lástima que fuera conocida en todo el mundo, antes de que el Presidente Carter la tuviera en sus manos.
Remilgos diplomáticos, escrúpulos burocráticos. Pero, naturalmente, el funcionario no ha venido únicamente a buscar ese pelito en la sopa.
—Quería aclararle, Monseñor, que no se trata de nuevos armamentos para el ejército salvadoreño, como usted cree.
—¿De qué se trata, pues?
—De perfeccionar con algunos elementos técnicos el equipamiento de los cuerpos de seguridad.
—Entonces, todo va al mismo costal. El mismo coronel García, que ustedes deben saber que es un hombre muy represivo, es quien manda, tanto en las fuerzas armadas como en los cuerpos de seguridad. Y desgraciadamente, manda a matar.
—Monseñor, en estos momentos, usted bien sabe que hay violencia de ambos bandos. También los cuerpos de seguridad deben estar protegidos. Los manifestantes son a veces muy violentos contra los que defienden el orden público.
—Yo lo llamo mejor desorden. ¿No es desorden que unos poquitos lo tengan todo y la mayoría no tenga nada? Eso es lo que defienden los cuerpos de seguridad.
El funcionario norteamericano se mantiene frío y seco, como una botella de ginebra recién sacada de la hielera.
—Monseñor, he venido a hacerle saber que el gobierno de Estados Unidos quiere lo mismo que usted, el bien del pueblo salvadoreño.
—Si fuera así, hágale saber a su gobierno que no debe apoyar ni con una sola bala ni con un solo chaleco ni con un solo dólar al gobierno de El Salvador, que está contra el pueblo.
—¿Y no le parece a usted que nuestra misión debe ser ayudar a este gobierno a enderezar su rumbo?
—La mejor ayuda ahora es no estorbar. El pueblo ya sabe lo que quiere. Mejor pónganle atención al proceso del pueblo, que ya va muy avanzado y no quieran torcerlo.
El funcionario mira fijo a Monseñor Romero. Vara que no se tuerce, no queda más que quebrarla. Trata de recordar el refrán exacto en inglés. Y se distrae con eso, cuando Monseñor le habla de otros asuntos. Ligero recobra el hilo el funcionario. Y lo sigue anudando aquí y allí, encontrando una diplomática respuesta para todas las inquietudes del arzobispo. Pero aquello de la vara no sale de su mente.
( Del Diario de Monseñor Romero, 21 febrero 1980)
—Monseñor, lo van a matar -le dijimos algunos-. Está bien, no acepte la seguridad que el gobierno le ofrece, pero al menos cuídese algo y tome las medidas de seguridad con las que caminan todos los dirigentes populares.
—¿Y cuáles serían esas medidas? -nos dijo poniendo curiosidad.
—Pues, por ejemplo, no haga nunca nada a las mismas horas fijas, varíe sus horarios, celebre sus misas a diferentes horas de las habituales, sólo en las iglesias grandes entre públicamente y nunca lo haga así en la capilla del hospitalito, que aquello es muy abierto y muy aislado, no maneje usted mismo su carro...
Le advertíamos. Pero luego venían otros curas a decirle otras cosas.
—Monseñor, no tenga cuidado, ellos nunca lo van a matar a usted, no tienen valor para hacer eso.
Le hablaban en nombre de “ellos”. Realmente, Monseñor Romero jamás tomó ninguna medida de seguridad, ni de las más elementales.
( Rafael Moreno / Rutilio Sánchez)
“Mi otro temor es acerca de los riesgos de mi vida. Me cuesta aceptar una muerte violenta, que en estas circunstancias es muy posible, incluso el señor Nuncio de Costa Rica me avisó de peligros inminentes para esta semana...
Pongo bajo la providencia amorosa de Dios toda mi vida y acepto con fe en él mi muerte por más difícil que sea. Ni quiero darle una intención, como lo quisiera, por la paz de mi país y por el florecimiento de nuestra Iglesia, porque el Corazón de Cristo sabrá darle el destino que quiera. Me basta para estar feliz y confiado saber con seguridad que en Él está mi vida y mi muerte, que a pesar de mis pecados, en él he puesto mi confianza y no quedaré confundido y otros proseguirán con más sabiduría y santidad los trabajos de la Iglesia y de la Patria”.
( Diario personal, último retiro espiritual, 25 febrero 1980)
Dicen que dicen... que ya son varias las veces que varios han visto a Monseñor Romero manejando solo su carrito por las calles de San Salvador, sin nadie que le choferee.
—¿Por qué Monseñor? -le preguntan.
—Prefiero así. Cuando me pase lo que estoy esperando, quiero andar solo, que sea sólo a mí, que ninguna otra persona sufra nada.
Entraron a matar a Mario a nuestra propia casa. Estábamos en una reunión con compañeros del PDC cuando escuchamos el gran ruido y empujaron la puerta unos tipos con capuchas negras, un escuadrón.
—¿Quién es Mario Zamora?
Cuando Mario se indentificó, lo empujaron al baño y ahí nomás lo ametrallaron con un silenciador. Salieron ellos y me lo dejaron en el gran charco de sangre.
Alguien corrió a contárselo a Duarte.
—¡Hay que investigar esto!
—No hay nada que investigar. Mario era comunista, mejor que se quede así.
Mario había recorrido todo el país organizando el PDC y en el partido y fuera del partido lo querían mucho. Pero había llegado a la conclusión de que la Democracia Cristiana debía abandonar aquel gobierno. Y cabal, cuando empezó a trabajar en esa dirección, lo mataron. Realmente, no había que investigar nada, todo estaba demasiado claro.
Mi marido fue un hombre que enseñó a tanta gente sus derechos, que había defendido jurídicamente a tantos... Yo mandé a los periódicos una declaración condenando el crimen y comprometiéndome a educar a mis hijos en el ejemplo de lucha a favor de los pobres que su padre les dejaba.
En la misa de nueve días que Monseñor Romero le celebró, me sorprendió que en su homilía se refiriera él a aquel escrito mío. No lo esperaba y a la salida de la misa le agradecí.
—Más me ha comprometido usted, Monseñor, recordándome en público todo lo que escribí.
—Es tiempo de comprometernos cada día todos, unos a otros, ¿no le parece?
Y hasta decir aquella misa fue para él un compromiso y un gran riesgo. En definitiva, para todos. Porque poco antes de comenzarla, un padre descubrió un maletín con setenta y cinco candelas de dinamita escondido detrás de la imagen de Santa Marta listo para explotar durante la misa y llevarnos a todos, y llevarse la Basílica entera y no sé cuántas casas a la redonda.
—Es tiempo en que todos tenemos que arriesgar, ¿no cree? -me había dicho él.
( Aronette Díaz)
Después del asesinato de Mario Zamora, la junta de gobierno no investigó nada pero sí anunció que había descubierto una lista de personalidades amenazadas de muerte. El primero que aparecía en aquella lista era Mario y el segundo Monseñor Romero. Monseñor nos llamó a algunos a una reunión urgente.
—¿Ya oyeron la noticia? Yo soy el siguiente.
Le recomendamos calma, prudencia, que se guardara. Todos coincidimos en un consejo:
—Este fin de semana no salga a nada, se queda aquí, prepara su homilía. Se está tranquilo. Todo esto está muy fresco, esperemos a ver qué pasa.
Nos escuchó asintiendo y al final sacó su pero.
—Pero es que me invitaron a visitar la comunidad de Sonsacate...
—¡Deje en paz en la comunidad de Sonsacate! ¿Cómo va irse ahora tan lejos?
Le insistimos en que ni si le ocurriera ir, que desistiera.
Esa misma noche regresamos los mismos y algunos más a una cena de trabajo en el hospitalito. Como a las ocho él no aparecía, cenamos todos con un único pensamiento: el hombre se había ido a Sonsacate.
—De nada vale darle consejos, ¡no atiende a ningún llamado!
Cuando era bastante tarde y varios de los reunidos ya se habían marchado, llegó Monseñor. Caminando recio y con cara enojada. Bien sabía él que los enojados éramos nosotros, pero nada dijo. Se le entregaron los informes de la semana y no hubo casi comentarios. Ni cuarto de hora duró la reunión.
Todos se largaron y sólo quedé yo por ahí platicando de nada con las hermanas. Se me acercó Monseñor.
—¿También usted está bravo? -me dice.
—Francamente, Monseñor, ya habíamos hablado en la mañana, pero usted no entiende lo que se le dice.
—Es el trabajo, es mi trabajo... Me habían llamado de esa comunidad de Sonsacate y cómo les iba a decir que no. ¡Y además, no me ande alegando! Porque ustedes son los culpables...
—¿Nosotros...? ¿Culpables de qué nosotros?
—Me meten en miedo... ¡y luego ando viendo matones donde sólo hay palomas!
Hasta entonces no me había percatado que tenía el susto pintado en la cara, que aquello no era enojo sino miedo.
—Pero ¿cómo fue ese volado? Cuénteme.
Nos sentamos, tenía ganas de hablar.
—Roberto, ¡hoy sí me vi en la raya!
—Pero ¿qué pasó? ¿cómo fue? Cuénteme...
—Mire, estábamos celebrando la misa en un predio baldío enfrente de la iglesia, porque llegó tanta gente que puse el altar fuera. Hasta ahí todo tranquilo, pero cuando ya empieza el ofertorio y estoy alzando la patena, miro a dos hombres que iban trepando al campanario de la iglesia. Tras-tras, tras-tras... Yo me quedé helado. ¿Qué hacen esos...? ¡Sólo a matarme van arriba! ¡A afinar la puntería van ésos! Y ligero pensé en Moreno y en todos ustedes: ya aquellos me lo tenían advertido... Yo rezando mis oraciones pero contando las gradas que les faltaban a mis asesinos...
—¿Y cuando llegaron arriba...?
—Que los miro haciendo no sé qué movimientos y me agarra una tembladera y créame, Roberto, ¡hasta escuché un disparo!
Estaba en un puro sudor, botando el miedo conmigo.
—Después ya pregunté y me dijeron que “los matones” debían ser un par de cipotes que tienen la maña de subirse al campanario a limpiar las ñiscas de las palomas.
—Bueno, pues, ¡si sólo fue el susto! -yo riéndome.
—¡El susto y la vulgareada! -él sin reirse-. Porque, ¿sabe lo que más me afligía? Que muerto yo, ustedes a hacerme burla: ¡ese viejo bien se la merecía por testarudo! Eso iban a andar diciendo.
—¡Y es que bien se la merecía, Monseñor! -eso le dije.
( Roberto Cuéllar)
Son técnicos gringos especialistas en reformas agrarias de las que Estados Unidos trata de promover por toda América Latina. Ahora especialmente en El Salvador. Han venido a visitar a Monseñor Romero. Saben que si el arzobispo critica mucho, el pueblo no apoyará nada y que si él apoya algo, el pueblo tal vez acepte. Por eso lo visitan.
—La reforma agraria que se anunció con la primera junta y que la Iglesia aplaudió se quedó en el papel -les dice Monseñor.
—Pero ahora, con el respaldo de la democracia cristiana -le replican- se va a promulgar por fin una definitiva ley de transformación agraria.
Rastrean ansiosos si habrá beneplácito en el arzobispo.
—Por aquellos días de la primera junta dije yo en la homilía que la reforma agraria no es un regalo del gobierno sino una conquista del pueblo. El pueblo se la ganó derramando mucha sangre.
Los técnicos se miran entre sí.
—Usted dice que no es regalo y que es conquista -se adelanta uno-. Sea como sea, ¿la va apoyar entonces?
—Tal vez ya es tarde...
—¿Tarde...?
—Donde los campesinos reclaman, donde dicen ellos cómo deben hacerse las cosas y cómo quieren organizarse, los están matando. Antes de escucharlos, los matan. Esto no es una reforma agraria es una represión agraria.
—Pero, Monseñor, ya han empezado a repartirse algunas tierras...
—Están empapadas de sangre.
—¿Como dice Monseñor? Si el gobierno de Estados Unidos...
—Tal vez ése sea el mal
—les corta Monseñor.
—¿Qué mal?
—Que esta reforma agraria viene de afuera y viene de arriba. ¿No cuenta con la organización que ya tiene el pueblo salvadoreño. Es un plan del gobierno de los Estados Unidos según sus propios intereses y no según los nuestros. De raíz viene maleada.
A pesar de todo, no se rinden los técnicos. Y empiezan a sacar mapas y a hablar de estadísticas, porcentajes, perspectivas y balances. Monseñor Romero los escucha y al final los despide con cortesía.
( Del Diario de Monseñor Romero, 1 y 14 marzo 1980)
—¿Esto a dónde puede llegar?
Ésa era la gran preocupación de Monseñor Romero viendo los avances de las organizaciones populares.
—Puede llevar, Monseñor, a una insurrección popular y a la toma del poder por la izquierda y a un gobierno revolucionario. Puede llevar a algo parecido a lo de Nicaragua.
—Entonces, habrá que ir a ver lo de Nicaragua.
—Buena idea, Monseñor ¿Por qué no se decide de una vez y va usted mismo allá en lugar de que otros le estemos contando?
Aceptó rápido la sugerencia y rápido le armamos toda una visita.
—Pero yo quisiera estar allá libre -me dijo-, para poder moverme adonde yo quiera ir.
—Descuide, los nicas lo aprecian y le van a abrir todas las puertas y va a ver todo lo que quiera.
En Nicaragua hablé de este viaje, sobre todo con Daniel Ortega y con Miguel D’Escoto, para organizarle un buen programa y que conociera lo más posible. Estaban esperándolo con verdadera gana, con alegría. Sentían un honor que él llegara. Pero el boleto se quedó comprado.
( César Jerez)
“Los cristianos no le tienen miedo al combate. Saben combatir, pero prefieren el lenguaje de la paz. Sin embargo, cuando una dictadura atenta gravemente contra los derechos humanos y el bien común de la nación, cuando se torna insoportable y se cierran los canales del diálogo, del entendimiento, de la racionalidad, cuando esto ocurre, entonces la Iglesia habla del legítimo derecho a la violencia insurrecional. Precisar el momento de la insurrección, indicar el momento cuando ya todos los canales del diálogo están cerrados, no corresponde a la Iglesia.
La situación me alarma, pero la lucha de la oligarquía por defender lo indefendible no tiene perspectiva. Y menos si se tiene en consideración el espíritu de combate de nuestro pueblo. Inclusive, pudiera registrarse un triunfo efímero de las fuerzas al servicio de la oligarquía, pero la voz de la justicia de nuestro pueblo volvería a escucharse y más temprano que tarde vencerá. La nueva sociedad viene y viene con prisa.”
( Entrevista a Prensa Latina, 15 febrero 1980)
San Salvador, 6 marzo 1980 - Hoy fue promulgada por la junta cívico-militar que gobierna este país centroamericano la nueva Ley de Reforma Agraria. A la vez, el gobierno decretó el Estado de Sitio y la Ley Marcial en todo el territorio nacional. Las más conflictivas zonas rurales, allí dónde la organización campesina tiene más tradición y fuerza, fueron militarizadas. El arzobispo de San Salvador, Óscar Romero ha venido expresando en las últimas semanas su oposición a la fórmula gubernamental que él llama de “reformas con represión.”
—¡Hasta las piedras de moler nos quebraron los ingratos!
Así llegaron lamentándose aquellas pobres mujeres de Cinquera, todas llorosas, con sólo lo puesto y chineando a sus cipotes. Venían a pedir un lugar donde estar en el seminario. Huían de la “reforma agraria”.
Para esas fechas ya teníamos a dos mil campesinos refugiados en los patios y jardines del arzobispado. En otros locales de la Iglesia había muchos cienes más. Y aquello era un flujo diario, que no paraba, ya no daba ni tiempo a contarlos. El único “delito” de todos aquellos refugiados: ser pobres y ser organizados.
Todos se dejaban venir a que Monseñor Romero los protegiera de la guardia, de la represión. Con la gran confianza en él venían. De Chalate, de todo el norte, de Cabañas, de La Paz, de Cuzcatlán, de San Vicente.
Tres médicos dábamos consulta a esta gente, hasta diez horas diarias. Cien consultas al día. ¡No era fácil! El noventa por ciento de los refugiados eran mujeres, niños y ancianos. Y la mitad, cipotes. Todos desnutridos, todos con parásitos. Las enfermedades que más atendíamos eran las gastrointestinales. Y a la par, las neurosis. Neurosis que quedaban como huella de las barbaridades de los operativos militares en el campo.
—La mejor medicina para este país va a ser la desmilitarización
—nos decía Monseñor Romero, soñando ese día.
( Francisco Román)
Cada día era más fregada la represión. La Comisión de Derechos Humanos sacaba los números: un promedio de diez asesinatos diarios en enero, de quince diarios en febrero, marzo empezó aún peor... Por todos lados nos estaban matando a los dirigentes, lo mismo en el campo que en la ciudad.
Un grupo como de doscientos curas, religiosas y laicos de las comunidades decidió hacer un ayuno de tres días en la iglesia de El Rosario, para terminar con una misa el domingo. Una denuncia sonada de la situación.
A Monseñor Romero no le gustó la idea, la veía como muy provocativa. Y trató de persuadirnos a través de algunos sacerdotes para que no nos metiéramos en eso. Como vio que no lo conseguía, él mismo se presentó a una reunión de planificación en la que andábamos.
—Monseñor, usted ya hace su labor profética de denuncia -le alegamos-. Está muy bien, pero la denuncia no es un monopolio suyo. Nosotros tenemos también obligación de tomar iniciativas de denuncia. ¿O no? Tenemos el deber y el derecho de hacer algo. Además, ya lo decidimos y lo vamos a hacer aunque usted se oponga.
Se puso un poco incómodo y se nos quedó viendo.
—Está bien -tragó en seco-, si ustedes quieren participar, háganlo, pues, si así lo ven en conciencia. Sepan que están en contra de la opinión del obispo, pero sepan también que el obispo no puede estar en contra de la conciencia de ustedes.
Al día siguiente un grupo de seminaristas se incorporó también al ayuno. Habían tenido también su pleitecito con Monseñor Romero por la misma razón. Y la misma reflexión les había hecho.
Llegaron con la historia de que con una cucharadita de miel en un vaso de agua uno aguantaba todo un día sin otra cosa en el cuerpo. Entonces, Tavo Cruz y Benito Tovar, que escucharon la receta, dicieron tomarse de un solo media botella de miel, ¡para aguantar un mes de ayuno! Y ni media hora aguantaron, porque fue como purga de caballo y hubo que sacarlos de la iglesia en carrera.
Fuera de estas dos bajas fulminantes, el ayuno resultó un éxito y al final Monseñor Romero llegó a celebrarnos la misa de cierre.
—Esto lleva una dinámica acelerada -decía-, ¿y cómo puedo yo resistirme al Espíritu Santo?
( Trinidad Nieto / Miguel Vázquez)
Aquel hombre que fue mi hermano maquinaba contra Monseñor Romero. Ya desde el año 80 empezó a hablar privada y públicamente cosas horribles contra él. Cuando una vez le llamó por la televisión “mentiroso” y otros insultos más, me indigné tanto que decidí escribirle una carta a Monseñor para alentarlo a seguir, para decirle que su palabra y todo lo que él había hecho había despertado mi fe y que por primera vez en mi vida yo me sentía realmente miembro de una Iglesia. Le decía también que me dolía todo lo que andaba diciendo de él aquel hombre. Pero no quise decirle que yo era su hermana, mejor que pensara que era sólo una pariente. Le mandé esta carta con una amiga y supe que la recibió. En marzo, cuando las Iglesias de Suecia le dieron el Premio de la Paz, volví a escribirle felicitándole y mandé la carta con la misma amiga.
—¿Y ella, qué es de D’Aubuisson? -le preguntó curioso Monseñor.
—Es su hermana, pero en nada piensa como él.
Me contaron que se sorprendió.
—Dígale de mi parte que le agradezco muy especialmente, muy especialmente, su carta.
A los pocos días me la contestó personalmente. “Testimonios como el suyo me estimulan a seguir adelante”, me escribió.
( Marisa D’Aubuisson)
Al final yo estaba convencido de que lo iban a matar.
Todos los obispos estábamos citados a una reunión en Ayagualo. Unos días antes de aquella reunión, Roberto D’Aubuisson había salido por televisión hablando barbaridades de Monseñor Romero. Y cuando aquel hombre abría la boca, al poco se abría una tumba. Por eso yo estaba convencido.
Vine a la reunión en San Salvador con esa preocupación pesándome en el alma. Y hasta con temor. Tanto temor, que ni quise montarme en el mismo vehículo de Monseñor Romero y decidí llegar por mi cuenta y en mi jeep.
En la reunión tocaba elegir Presidente y Vicepresidente de la Conferencia Episcopal. Estábamos cuatro de un lado y nosotros dos del otro. Monseñor Romero y yo estábamos convencidos que si votábamos al Presidente de entre ellos cuatro, ellos cuatro votarían al Vicepresidente de entre nosotros dos.
—Parece lo más lógico -dijo él.
—Parece lo más justo -dije yo.
Y así votamos. Pero nos falló el cálculo, porque los cuatro sacaron de entre ellos cuatro los dos cargos.
Monseñor Romero salió de Ayagualo muy defraudado. Mucho. Fue la última batalla que dimos juntos. Y la perdimos.
( Arturo Rivera y Damas)
No lo quería creer: habían asesinado a Robertito y a su mujer. Él era un gran amigo mío, como un hermano, jugamos, crecimos juntos. Roberto Castellanos, el hijo del secretario general del Partido Comunista de El Salvador, había regresado hacía poco del extranjero y volvía a vivir en su país. Llegó con su mujer, Annette, una muchacha danesa que ni hablar español sabía.
Un escuadrón de la muerte los desapareció a los dos y después de unos días de andarlos buscando con mucha angustia, encontraron los cuerpos por pura casualidad. Una amiga de la familia fue a la playa del Deportivo y el jardinero le estuvo contando que había visto enterrar por aquel lado a una mujer rubia. Era Anette. Los dos cadáveres estaban destrozados de torturas, a ella le habían cercenado los pechos.
La mamá de Roberto llegó a buscarme:
—Mirá, vos que conocés a Monseñor Romero, pedile a ver si los dos pueden estar ahí en su misa para que así él denuncie este crimen. Pero yo no quiero ser deshonesta con Monseñor. Robertico era comunista y era ateo. Dile eso y dile que si él quiere y que si no, pues nada, que lo comprendemos.
En la noche corrí a buscar a Monseñor al hospitalito y le conté.
—...y preferimos decírselo claramente, Monseñor.
—Comunista o no comunista, a mí no me importa. Todos son hijos de Dios. Decile a doña Rosita que su hijo y su nuera estarán mañana en Catedral.
Y en la misa del 9 de marzo allí estuvieron los cuerpos de Roberto y Anette, ante Monseñor Romero y ante todo el pueblo salvadoreño.
( Margarita Herrera)
El miércoles 12 de marzo llegó Monseñor Romero a la planta a ver cómo íbamos.
—¡Pero, ¿cuándo, cuándo va estar esta radio?!
—Estamos trabajando a tiempo completo, Monseñor.
Ya habíamos levantado las paredes de la caseta para el nuevo equipo, sólo nos faltaba el techo. Estábamos haciendo una construcción especial, tomando algunas medidas de seguridad, porque ahí era estar ciertos de que pronto le pondrían a la emisora otra bomba. Distanciamos las paredes, al cuarto del transmisor le dimos la forma de enredo de un laberinto.
—¿Y qué es lo que les falta para que ya se escuche la radio? -impaciente Monseñor.
—Ya no tarda, ya va ver.
—¿Pero no me pueden dar alguna fecha?
—Tal vez este próximo domingo...
¡Para qué le dijimos! El viernes 14 ya estaba otra vez allí, ansioso. pero aún nos faltaba más de lo previsto.
—No sé, Monseñor. quién sabe. Mañana en la noche llego y le aviso lo que haya.
El sábado, Pick y yo trabajamos hasta las nueve de la noche, pero qué va, no lo logramos. Tenía bastantes mañas aquel equipo. Me fui al hospitalito con la noticia de otro retraso más. Monseñor Romero estaba en la reunión que tenía siempre con sus asesores para preparar la homilía del domingo. Entré y me le puse enfrente.
—No -sólo eso le dije.
—Ni modo -sólo eso me dijo.
Se quedó no bravo, pero sí muy desanimado
Ellacuría estaba tan impaciente como Monseñor Romero, ¡o más! Al día siguiente me llamó a su oficina:
—Mirá, si es necesario, viajás a Estados Unidos a conseguir repuestos o lo que sea para poner en el aire la radio -me ordenó.
—No, no, ya verá que a la corta o a la larga vamos a descubrir el problema por el que ese volado no nos funciona.
—¡Pero a la larga no puede ser! Te doy máximo una semana.
( Jacinto Bustillo)
Después de unos meses trabajando en Micaragua decidí regresar medio escondido a El Salvador para ver si lograba quedarme. Enseguida me comuniqué con Monseñor Romero.
—Qué dicha que consiguió entrar -se alegro él-. ¿Por qué no viene a concelebrar la misa conmigo mañana y así anunciamos públicamente que usted ha vuelto?
—Vaya, pues.
Acepté. Hacía unos meses me habían capturado en el aeropuerto de San Salvador regresando de Colombia y como a tantos otros curas salvadoreños me expulsaron del país. Monseñor Romero me mandó entonces a Nicaragua a que trabajara en Estelí. Ya estaba en marcha la revolución sandinista y él estaba muy interesado en conocer cómo se desarrollaba aquello. Todo eso estaba recordando yo cuando repicó el teléfono. Era de nuevo Monseñor.
—Pensándolo mejor, creo que no es conveniente que llegue a la misa, pero lo espero el lunes en la noche y platicamos.
—Vaya, pues.
El lunes 17 de marzo llegué donde él.
—Mire, padre Astor -me dijo con gran preocupación-, es mejor que salga del país. Váyase, no va a poder hacer nada aquí, no va a poder trabajar, no se va a poder mover. Esta oligarquía está fanatizada y usted no duraría ni veinticuatro horas, lo matarán. A mí también, pronto me van a barrer a mí tambien...
Se llevó la mano a la cruz, la agarró, la soltó, la volvió a apretar.
—Pero ya verá, vendrán otros tiempos y serán mejores. Con todos ustedes, los sacerdotes que están fuera del país, tenemos que crear una reservita para cuando El Salvador cambie y ya puedan regresar. Tu experiencia allá en Nicaragua es muy importante para todos. Para mí también. Mirá, tenemos que revalorizar esa palabra que tanto miedo me había dado antes, la palabra “revolución”. Esa palabra lleva mucho evangelio adentro.
( Astor Ruiz)
Desde el lunes 17 empezamos a trabajar más duro aún en la radio. Monseñor Romero se nos presentó nada menos que tres días a ver si avanzábamos. Una tarde vino con Pedraz. A esa hora yo andaba necesitando plata para comprar unos cables y otras cuestiones.
—Mirá -le dije a Pedraz nomás verlo-, ya van a cerrar los comercios. ¿No tenés vos por ahí unos pesos que me prestés para comprar y te los repongo después?
Rogelio sacó su cartera. Andaba cuarenta colones. Y aunque yo no le había dicho nada a Monseñor, apenas si lo había saludado, él también abrió su cartera y la esculcó y...
—Yo sólo tres colones tengo.
Y me la enseña: tres pesos y la licencia de conducir tenía por todo.
—¡Sí que anda palmado, Monseñor!
Se quedó con el afán de poner él también su parte. Resolví con los cuarenta de Pedraz. Él se estuvo todavía un rato allí, como queriendo hacer el milagro de que la radio empezara a sonar.
( Jacinto Bustillo)
Llegó el coronel Garcia al hospitalito buscándolo.
—Mire, Monseñor Romero, hay rumores de que a usted lo van a matar y vengo a ofrecerle un carro blindado y seguridad personal.
—Mire, Coronel García, mientras usted no proteja realmente a mi pueblo, yo no puedo aceptar ninguna protección de usted.
García lo miró enojado.
—¿Por qué no ocupa esos carros blindados y le da seguridad a los familiares de los desaparecidos, de los muertos y de los presos?
García ni lo miró más y salió enojadísimo.
( Rafael Moreno)
Por dicha el viernes 21 funcionó el equipo transmisor con una antena fantasma que le construimos. Nos faltaba todavía acoplarla a la torre y en eso nos podían aparecer todavía un par de tropiezos, pero ya se le veían las casitas al pueblo.
—Estamos a punto de tener listo el volado -fui corriendo a comunicarle a Ellacuría.
El sábado acoplamos el equipo a la antena, pusimos portadoras, hicimos mediciones y pedimos señal al estudio... ¡y funcionó! ¡Funcionóooo! Aunque aún se nos disparaban algunos circuitos de protección, tuve la certeza de que ya, de que el domingo 23 de marzo podíamos salir al aire. En la noche se lo fui a anunciar a Monseñor Romero.
—¡Ahora sí!
Puso una cara de gran alivio y de seguido, de total felicidad.
( Jacinto Bustillo)
Un día de aquellos días de marzo, periodistas del diario mexicano Excelsior le preguntaron a Monseñor Romero lo que todo el mundo se preguntaba y presentía: el arzobipo de San Salvador estaba en la raya. Y él ¿presintiéndolo también? les contestó:
—“Sí, he sido frecuentemente amenazado de muerte, pero debo decirle que como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño.Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Ojalá, sí, se convencieran de que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás”.
Había luna llena y corría un airecito que aliviaba el calor de la jornada. Veníamos sofocados de cerrar un día lleno de trajines, de visitas a las comunidades. Regresábamos a San Salvador. El automóvil lo manejaba Barraza y yo me senté detrás con Monseñor Romero. Me iba al día siguiente. Para mí, era la despedida, tal vez por eso me atreví a preguntarle:
—Monseñor, escucho a mucha gente pidiéndole que se cuide. ¿Es que han aumentado las amenazas?
—Pues sí, cada vez son más y yo las tomo muy en serio.
Se quedó callado unos momentos. Sentí como una nostalgia en él, cuando echó hacia atrás la cabeza, entrecerró los ojos y me habló:
—Y le digo la verdad, doctor: no quiero morir. Por lo menos ahora no, no quiero morir ahora. ¡Jamás le he tenido tanto amor a la vida! Se lo digo honradamente: yo no tengo vocación de mártir, no la tengo. Claro que si eso es lo que Dios pide de mí, ni modo. Yo sólo le pido entonces que las circunstancias de mi muerte no dejan ninguna duda de lo que sí es mi vocación: servir a Dios, servir al pueblo. Pero morir ahora no, quiero un poco más de tiempo...
( Jorge Lara Braud)
El domingo 23 de marzo me fui con Pick a la planta. El arreglo que habíamos hecho no era todavía muy confiable y queríamos estar listos por cualquier eventualidad que pudiera tener el equipo. Estaríamos toda la misa allí, al pie del transmisor.
Empezó la misa, todo normal. De vez en cuando se nos desconectaba, pero como estábamos a la par, allí mismo resolvíamos. Yo me encasqueté los audífonos para monitorear todo el tiempo la señal.
Aquel domingo, la Catedral estaba llena, topada de gente. No sé si por el equipo nuevo o por qué fuera, pero yo escuchaba la voz de Monseñor Romero más nítida que nunca, vibrante.
Comenzó la homilía. Empezó a dar doctrina sobre la Cueresma... Menciona al hijo pródigo, a la mujer adúltera, un poco de volados espirituales... De vez en cuando, ¡pran! tenemos que ajustar el equipo. La desconexión dura un instante apenas y como Pick y yo actuamos rápido, nadie ni lo nota seguramente.
Sigo monitoreando... Habla de San Pablo, de la promoción de la mujer, de los jardines de Babilonia... “¡Qué densa nuestra historia, qué variado de un día para otro! Sale uno de El Salvador y regresa a la semana siguiente y parece que ha cambiado tan rotundamente la historia”... ¡Pran!, nuevo ajuste. Es largo y tendido Monseñor hablando, es incansable. Los equipos resisten la estrenada, a veces como que nos quieren dar un susto, pero se portan bien.
Da avisos Monseñor para la cercana Semana Santa, noticias de las comunidades y de cantones olvidados en el mapa. Nance Verde, Candelaria de Cuzcatlán, San José de la Ceiba... Agradece nuestro trabajo para reparar la emisora. Pick y yo nos miramos satisfechos, orgullosos.
Habla de un comité de ayuda humanitaria, de un informe de Amnistía Internacional... El equipo se va del aire unos segundos, pero no damos tiempo a que perciban la falla, ligero lo superamos. Seguimos en el aire con una señal nítida. “El estado de sitio y la desinformación a la que nos tienen sometidos”... Empieza a desgranar las noticias de la semana: hasta ciento cuarenta asesinatos... “Lo menos que se puede decir es que el país está viviendo una etapa pre-revolucionaria”... Y sigue la lista de muertos: en Apulo, en Tacachico, en la UCA...
Punto final al sangriento noticiero. Se le nota en el impulso de la voz que ya debe estar acabando la homilía. “Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la guardia nacional, de la policía, de los cuarteles. ¡Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos! Y ante una orden de matar que dé un hombre debe de prevalecer la ley de Dios que dice: no matar...” rrrrrzzzzzzzzzzzzzzz... ¿Y esto ahora? ¡Tan importante lo que está diciendo! Zzzzzzzzzzzzzz.... ¡Se nos fue la señal, Pick! Apretamos un par de botones y ya, ya... rrssssss...“Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre...” rrrrrrrrrzzzzzzzzzz... ¡Otra vuelta! ¡No se puede perder nada de lo que está diciendo! ¡Pick, no podemos perder la señal ahora!... zzzzzzzzzzzzz... ¡Dale, dale! ¡Por fin!...“¡En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!...” rrrrrrrrrrrzzzzzzzzzzzzzzzz...
Aquel zumbido se hizo ensordecedor, me tuve que quitar los audífonos. ¡Oí ese ruidal, Pick! ¡Se nos cayó la señal! rrrrrrrrzzzzzzzzzzzz... ¡Se fregó! zzzzzzzz... ¡Se acabó el equipo, Pick! ¡Se acabó! rrrrrzzzzzzzzzzzzzzz... ¿Y ahora? Pero de pronto volvió la voz de Monseñor: “La Iglesia predica la liberación...” Seguía hablando y su voz se escuchaba clara y el transmisor estaba entero y la misa seguía normal, con la señal correcta.
Pick y yo nos miramos y entendimos.
—No eran fallas técnicas esos ruidos, vos.
—No, no lo eran, eran aplausos.
Los aplausos más ensordecedores y prolongados que nunca se habían escuchado en la Catedral de San Salvador.
( Jacinto Bustillo)
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