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La huelga en la constancia y La Tropical puso en ascuas a todo San Salvador. Cómo no, si tocaba el monopolio de la industria de bebidas, propiedad de los Meza Ayau, una de “las catorce familias”.
Teníamos la fábrica tomada por cienes de obreros y totalmente paralizada. Alrededor de la fábrica, un cerco militar amenazante y alrededor del cerco de los chafas, un acerco popular. Así varios días. La gente quemaba buses, levantaba barricadas y pasaba las horas desafiando a los uniformados. Todos en apoyo nuestro. Nunca se había visto una acción así. Siete muertos y catorce heridos había dejado ya aquel enfrentamiento con los militares cuando logramos la mediación de Monseñor Romero.
El ofreció el hospitalito para que fueran allí las negociaciones y estuvo presente en todo momento durante los diálogos. Por la patronal llegó el apoderado de la empresa, Arturo Muyshondt, que andaba trasladándose con un su gran operativo de seguridad. Como a nosotros nos tocaba ir y venir pelados y era peligroso...
—Quédense a dormir en el hospitalito -nos invitó Monseñor y allí nos ubicó.
Fueron varias sesiones, empezábamos ya noche y nos agarraba el amanecer discutiendo. Muyshondt muy cordial con Monseñor, pero muy duro con las demandas de los trabajadores.
—Sin ceder no se arreglan los conflictos -insistía Monseñor.
—Pero con violencia no se puede dialogar -repetía Muyshondt.
El quería que desmontáramos la huelga para entonces negociar. Pero nuestra única arma era la presión sindical en la fábrica y la presión popular en la calle.
—Lo que ellos hacen es violento -le reclamaba Muyshondt al obispo.
—Pero lo que ellos piden es justo -le argumentaba él.
Fueron días de mucha tensión. Terco Muyshondt, decididos nosotros y sabio Monseñor Romero en su permanente consejo a la patronal.
—¿Qué cuesta ceder? -les decía-. Cedan, quítense a tiempo los anillos para que no les corten los dedos. Quien no quiere soltar los anillos por justicia, se arriesga a que se los arrebaten por violencia.
( Julio Flores / Vilma Soto)
“En nuestro país ninguna huelga ha sido declarada legal por las autoridades laborales. Si La Constancia y La Tropical han aumentado recientemente el precio de la cerveza y de las gaseosas, en detrimento del bolsillo de los consumidores, justo es que ofrezcan mejores salarios...”
A mí me tocó leer como locutor muchos de estos comentarios del noticiero de “la equis”. También los de aquella huelga, que tan famosa fue y que con su combatividad y su éxito marcó el comienzo del decisivo año 79.
Y como eran tiempos bastante tremendos, yo leía tal vez con voz tremenda, tensionado pues.
—¡Ese cura habla con tanto odio!
De mí se le quejaban a Monseñor Romero algunos sacerdotes conservadores del arzobispado, que se creían que yo era cura. Se creían también que era odio. Pero era emoción.
—No personalicen las críticas -de eso me ponía quejas Monseñor.
Para entonces, los comentarios de la YSAX los elaboraba un equipo de 17 personas, todas de la UCA, con Ellacuría al frente.
Era una novedad periodística. El nuestro fue el primer noticiero radial del país que no sólo daba noticias sino que también hacía comentarios, como editorial. A medida que se fueron cerrando medios de comunicación por la censura y la represión, “la equis”, la radio del arzobispado, agarró más y más relevancia. La homilía de Monseñor Romero era, sin sombra de competencia, el programa más escuchado en el país. Desde el año 78 los sondeos hablaban de que el 75 por ciento de la población del campo y el 50 por ciento en San Salvador la escuchaba todos los domingos. ¡Y eran homilías de por lo menos una hora y media!
El noticiero con su comentario se convirtió pronto en el segundo programa en audiencia de la emisora y en el espacio noticioso más escuchado en el país.
Hacíamos historia, marcábamos opinión pública y claro, creábamos conflictos. No sólo con el gobierno, que nos tenía ganas, sino con los accionistas de la radio, entre ellos un hermano de Duarte, y con el mismo clero. Yo me reunía semanalmente con Monseñor Romero para evaluar.
En el tiempo en el que nos estaban cortando toda la publicidad para presionarnos a cambiar de línea fue cuando lo encontré más afligido.
—¿Usted qué cree? ¿Podremos sobrevivir sin publicidad? -me interrogó temeroso.
—Monseñor, cuando una puerta se cierra, otra se abre. Usted tiene ya muchos amigos en el extranjero...
Tomamos la determinación de buscar apoyo para la radio en organismos internacionales. Y como las crisis paren ideas, también nos lanzamos a una nueva programación: espacios para los campesinos, espacios de las organizaciones, noticias que nadie daba, comentarios calientes, música testimonial, ¡y la homilía de los domingos! Una bomba, pues.
( Héctor Samur)
A la Ysax nos llegaba el río de gente a poner denuncias de todas las barbaridades que hacía el gobierno para que las pasáramos por la radio.
—Mi hijo, seño, hace tres días que un escuadrón me lo sacó de la casa...
—Mi nietito apareció en un basural todo baleado, con los pulgares amarrados, como acostumbran a matar ellos.
—Dígame el nombre, el día en que desapareció...
Yo salía descompuesta de aquellas entrevistas. Te sentías impotente, el único desahogo era poder construir noticias a partir de aquellas crueldades.
Monseñor Romero nos llevaba también a la emisora el montón de denuncias que a él le llegaban al arzobispado.
—Dénle forma de noticias y me las sacan por la radio.
Con él teníamos reuniones de trabajo para evaluar cómo iba el noticiero y los comentarios, que eran los programas de máxima audiencia y sobre los que había máximas presiones. El Coronel López Nuila estaba entonces en la secretaría de información del gobierno y nos llenaba de cartas diciéndonos que nos estábamos buscando el cierre.
—Sean moderados, bájenle el tono a la denuncia, digan lo mismo pero con modo, para que así podamos conservar el programa.
Ésa era una pila de Monseñor. Y a mí me regañaba todas las veces:
—Usted, usted con ese tonito de voz todo dulcito que tiene, ¡pero bien que les deja ir los grandes caitazos!
Las grandes criticadas que le pegábamos a los militares y a la derecha. Yo no le alegaba. Es que él te imponía, tenía una autoridad tremenda.
—No crea usted -me decía- que porque se lo dice suavecito no les llega el caitazo. Y tiene consecuencias. Sean más moderados.
Moderación nos pidió siempre. Después, uno iba a escucharlo a Catedral, ¡y era él quien volaba los grandes caitazos!
( Margarita Herrera)
No se encolochaba, tenía una palabra atinada. Hablaba sin pelos en la lengua. Asistí a muchas ruedas de prensa en las que Monseñor Romero se ponía en manos de nosotros los periodistas. Y algunas consignas de él me han quedado, pues.
—Para que el pueblo salvadoreño esté enterado bien de la situación, al menos digan siempre algo de “las dos partes”.
Eso nos lo repetía. Como llamándonos a un periodismo objetivo.
—Les pido que digan la verdad -nos dijo otra vez-, aunque yo comprendo que a veces no la digan. ¿Quién va a servir de gratis a la verdad si la mentira es tan bien pagada?
Cosas así, que le perforaban a uno el alma.
En el gremio siempre lo miramos como una persona muy segura, para él no había ninguna pregunta indiscreta, para todo tenía una buena respuesta. Y llegó un momento en que acercarse a él y entrevistarlo por aparte no era chiche. Cada domingo se armaba un pleito de periodistas, como sabuesos tras la presa. Llegaban colegas españoles, franceses, gringos, holandeses. Era ya una fama mundial.
Y algo que era bien importante en aquellos tiempos de tanta represión: para enfrentar a los militares él nos daba en su homilía la carta premiada. Porque si algún chafa se atrevía a aparecer en una conferencia de prensa, uno le salía:
—El arzobispo Romero denunció en su homilía esto y esto y lo otro... ¿Qué tiene usted que responder?
Y nada podía responder, lo dejabas contra la pared.
¿Monseñor? Fue la más alta fuente de información que tuvo en aquellos años este país y si algún título le cae es el de “periodista de los pobres”.
( Armando Contreras)
Cada mañana Silvia y yo le recibíamos toda su correspondencia. Se la abríamos, se la seleccionábamos y se la pasábamos, a ver qué respuesta iba a darle Monseñor Romero a cada carta.
Desde comienzos de 1979 empezaron a llegarle regularmente anónimos amenazadores. Se los pasábamos también. Le responsabilizaban de todo lo que ocurría en el país: de cada huelga, de cada manifestación, de cada acción de la guerrilla. Lo llamaban hijo de tantas, le daban plazos para que cambiara su prédica o si no lo iban a matar.
Eran insultos, ofensas y reclamos, vulgares todos. “Hijo de puta, vamos a beberte la sangre”, así le ponían. “Pronto te vamos a hacer pedazos”, “Tenés tus días contados”. Y otras cosas que mejor no repetirlas.
Otros eran sin letras, sólo una mano blanca sobre papel negro o la svástica de los nazis, ya se entendía que también era sentencia de muerte. Hubo días en que no llegaron ni dos ni tres de esos papeles, sino ¡puño de anónimos!
Nuestro deber era pasárselos. El los leía todos y después se los íbamos clasificando en fólderes. Hasta que un día se enardeció y voló el folder sobre el escritorio.
—¡Ya no me enseñen más nada de esto! ¡Los guardan, pero no quiero ver ni uno más!
Pero como llegaban tantos, de vez en cuando le insinuábamos así al suave:
—Monseñor, siguen llegando aquellas cartas que usted no quiere que le enseñemos.
—Sigo sin quererlas ver. Por algo dicen que ojos que no ven, corazón que no siente... ¡pero guárdenlas!
Así hacíamos. Ahí debe estar ese cerro de papeles, en los archivos del arzobispado.
( Isabel Figueroa)
—Decile a Polín que quiero platicar con él.
Y yo se lo llevaba. A veces era a la viceversa:
—Decile a Monseñor que me gustaría pasarle una información -me hacía saber Polín.
Los dos eran gente bien ocupada, pero sacaban el tiempo para intercambiar, más que todo sobre el “pobretariado” campesino, como decía Polín.
—¡Las cosas, Monseñor, están jodidas, pero platicar al menos nos sale gratis! -llegaba alborotando Polín.
Y los dos se tiraban la gran carcajada. Y a platicar. En aquellos encuentros en el hospitalito, algo me llamó siempre la atención. Monseñor Romero jamás de la vida cedía su puesto en la cabecera de la mesa donde él comía a nadie, ¡pero a nadie! Nuncio que llegara, lo sentaba al lado, pero él se guardaba su cabecera. Llegaba Ungo, llegaba un militar, llegaba un cura o un señor obispo, quien fuera, y él siempre se sentaba presidiendo. Con Polín no. Cuando Polín llegaba a platicar y a comer, Monseñor le cedía siepre la cabecera. Sólo a él. Polín fue el único que ocupó su puesto.
( Juan Bosco)
La ley era: comer y descansar. En mi casa Monseñor Romero no podía hablar de los problemas del país ni de los líos en que andaba. Y no, porque eso hace daño a la digestión.
Lomito de cerdo con chismol, tamales pisques, platanitos fritos con crema... Todo eso le gustaba a morir. ¡Ah, y las torrejas! Y los pastelitos de piña. Lo que no perdonaba eran sus frijolitos. Fueron tantos años viniendo a comer aquí con nosotros...
—¡Aquí hasta ganas me dan de quitarme los zapatos! -decía al llegar.
A mí me halagaba verlo comer tan a gusto en nuestra mesa. Mi mamá me regañaba.
—¡Hija, que vas a enfermar a Monseñor!
Pero cuando yo veía que ya había comido bastante, le decía sin pena:
—Abra la boca, Monseñor...
Y él la abría, obediente a mí. Y como que fuera niño, le daba yo su buena cucharada de maalox para que no le hiciera daño la comida. ¡Y si no, pastillas de carbón!
—Sí que es bandida esta niña Elvira, que con una mano me da el mal y con otra me da el remedio.
Mi papá y yo le contábamos chistes para que se riera y se olvidara de tanta cosa y porque la risa es la mejor medicina para que sea buena la digestión. Un día le estábamos contando aquel chiste tan mentado, el de los novios.
—Cuentan que en una boda, al acabar la ceremonia, les estaban volando ya los puños de arroz a los novios y gritaban los invitados: ¡Arriiiba el novio! Y algotros ¡Arriiiba la novia! Y así todo el rato, ¡arriba el novio! ¡arriba la novia !, cuando un bolo que estaba de vago por ahí, pega el gran grito: ¿Y que no se han casado? Arriba uno o abajo la otra, ¡ahí déjenlos que se acomoden ellos como quieran!
Monseñor se tiró la carcajada y mi mamá, que medio escuchaba desde la cocina, regañó a mi papá
—¡Foncho, respetá a Monseñor!
—No tenga cuidado, don Foncho -le dijo Monseñor quedito-. ¡A ver, échese otro!
En eso, apareció en pinganillas mi mama, para imponer el respeto.
—Don Foncho -le advirtió Monseñor-, ¡ya se nos puso el semáforo en rojo!
Y cambiamos de plática para disimular.
—¿No me trae otra tortilla, niña Carmen? -le pidió Monseñor a mi mamá para que se fuera a la cocina y poder seguir con los chistes.
Cuando ya estaba allá recogida, Monseñor le avisa a mi papá:
—Vaya, don Foncho, ya estuvo. ¡Écheselo, pues!!
Y mi papá entró con otro chiste colorado. Colorados o blancos nos reíamos. Y así pasábamos a gusto y comiendo sabroso.
( Elvira Chacón)
San Salvador, 16 abril 1979 - Por tercer domingo consecutivo se hizo imposible la escucha de la homilía dominical pronunciada en la Catedral de San Salvador por el arzobispado Romero, al ser interferida a esa horas la emisora católica YSAX.
Supuestos “piratas del aire”, encubiertos por el gobierno, serían los responsables de estos hechos, mientras ANTEL, instancia gubernamental para las telecomunicaciones, permanece sin reaccionar ante ellos. Según fuentes confiables, esta “censura” al arzobispado debe inscribirse en una escalada de la acción del gobierno del General Romero en contra de la creciente organización popular, manifestada estas pasadas semanas con huelgas y paros beligerantes en fábricas y escuelas y con varias manifestaciones callejeras que tuvieron trágico saldo de muertos y heridos. En las homilías silenciadas, el arzobispo metropolitano se refiere siempre a estos hechos de violencia.
—Compréndame, yo necesito tener una audiencia con el Santo Padre...
—Comprenda usted que tendrá que esperar su turno, como todo el mundo.
Otra puerta vaticana se le cierra en las narices.
Desde San Salvador y con el tiempo necesario para salvar los obstáculos de las burocracias eclesiásticas, Monseñor Romero había solicitado una audiencia personal con el Papa Juan Pablo II. Y viajó a Roma con la tranquilidad de que al llegar todo estaría arreglado.
Ahora, todas sus precauciones parecen desvanecidas como humo. Los curiales le dicen no saber nada de aquella solicitud. Y él va suplicando esa audiencia por despachos y oficinas.
—No puede ser -le dice a otro-, yo escribí hace tiempo y aquí tiene que estar mi carta...
—¡El correo italiano es un desastre!
—Pero mi carta la mandé en mano con...
Otra puerta cerrada. Y al día siguiente otra más. Los curiales no quieren que se entreviste con el Papa. Y el tiempo en Roma, a donde ha ido invitado por unas monjas que celebran la beatificación de su fundador, se le acaba.
No puede regresar a San Salvador sin haber visto al Papa, sin haberle contado de todo lo que está ocurriendo allá.
—Seguiré mendigando esa audiencia -se alienta Monseñor Romero.
Es domingo. Después de misa, el Papa baja al gran salón de capacidad superlativa donde le esperan multitudes en la tradicional audiencia general. Monseñor Romero ha madrugado para lograr ponerse en primera fila. Y cuando el Papa pasa saludando, le agarra la mano y no se la suelta.
—Santo Padre -le reclama con la autoridad de los mendigos-, soy el arzobispo de San Salvador y le suplico que me conceda una audiencia.
El Papa asiente. Por fin lo ha conseguido: al día siguiente será.
Es la primera vez que el arzobispo de San Salvador se va a encontrar con el Papa Karol Wojtyla, que hace apenas medio año es Sumo Pontífice. Le trae, cuidadosamente seleccionados, informes de todo lo que está pasando en El Salvador para que el Papa se entere. Y como pasan tantas cosas, los informes abultan.
Monseñor Romero los trae guardados en una caja y se los muestra ansioso al Papa no más iniciar la entrevista.
—Santo Padre, ahí podrá usted leer cómo toda la campaña de calumnias contra la Iglesia y contra un servidor se organiza desde la misma casa presidencial.
No toca un papel el Papa. Ni roza el cartapacio. Tampoco pregunta nada. Sólo se queja.
—¡Ya les he dicho que no vengan cargados con tantos papeles! Aquí no tenemos tiempo para estar leyendo tanta cosa.
Monseñor Romero se estremece, pero trata de encajar el golpe. Y lo encaja: debe haber un malentendido.
En un sobre aparte, le ha llevado también al Papa una foto de Octavio Ortiz, el sacerdote al que la guardia mató hace unos meses junto a cuatro jóvenes. La foto es un encuadre en primer plano de la cara de Octavio muerto. En el rostro aplastado por la tanqueta se desdibujan los rasgos indios y la sangre los emborrona aún más. Se aprecia bien un corte hecho con machete en el cuello.
—Yo lo conocía muy bien a Octavio, Santo Padre, y era un sacerdote cabal. Yo lo ordené y sabía de todos los trabajos en que andaba. El día aquel estaba dando un curso de evangelio a los muchachos del barrio...
Le cuenta todo al detalle. Su versión de arzobispo y la versión que esparció el gobierno.
—Mire cómo le apacharon su cara, Santo Padre.
El Papa mira fijamente la foto y no pregunta más. Mira después los empañados ojos del arzobispo Romero y mueve la mano hacia atrás, como queriéndole quitar dramatismo a la sangre relatada.
—Tan cruelmente que nos lo mataron y diciendo que era un guerrillero... -hace memoria el arzobispo.
—¿Y acaso no lo era? -contesta frío el Pontífice.
Monseñor Romero guarda la foto de la que tanta compasión esperaba. Algo le tiembla la mano: debe haber un malentendido.
Sigue la audiencia. Sentados uno frente al otro, el Papa le da vueltas a una sola idea.
—Usted, señor arzobispo, debe de esforzarse por lograr una mejor relación con el gobierno de su país.
Monseñor Romero lo escucha y su mente vuela hacia El Salvador recordando lo que el gobierno de su país le hace al pueblo de su país. La voz del Papa lo regresa a la realidad.
—Una armonía entre usted y el gobierno salvadoreño es lo más cristiano en estos momentos de crisis.
Sigue escuchando Monseñor. Son argumentos con los que ya ha sido asaeteado en otras ocasiones por otras autoridades de la Iglesia.
—Si usted supera sus diferencias con el gobierno trabajará cristianamente por la paz.
Tanto insiste el Papa que el arzobispo decide dejar de escuchar y pide que lo escuchen. Habla tímido, pero convencido:
—Pero, Santo Padre, Cristo en el evangelio nos dijo que él no había venido a traer la paz sino la espada.
El Papa clava aceradamente sus ojos en los de Romero:
—¡No exagere, señor arzobispo!
Y se acaban los argumentos y también la audiencia.
Todo esto me lo contó Monseñor Romero casi llorando el día 11 de mayo de 1979, en Madrid, cuando regresaba apresuradamente a su país, consternado por las noticias sobre una matanza en la Catedral de San Salvador.
( María López Vigil)
El Salvador, 8 mayo 1979 - Veintitrés muertos y setenta heridos es el trágico balance del ametrallamiento llevado a cabo por los cuerpos de seguridad en las escalinatas de la Catedral de San Salvador. Las víctimas, jóvenes miembros del Bloque Popular Revolucionario tenían tomado el templo cuando fueron atacados indiscriminadamente por los agentes públicos. Las escenas de los cuerpos tiroteados que rodaban por la entrada del sagrado recinto ensangrentándolo, fueron filmadas por varias cadenas de televisión extranjeras y en pocas horas dieron la vuelta al mundo, hablando por sí solas de la aguda crisis que vive el país.
“Nuestro ambiente esta muy tenso. Hay muchos muertos que ya se han presentado al tribunal de Dios a dar cuenta de su actuación en la vida. Casi diríamos que la patria se ha convertido en un campo de guerra. Hay muchos hogares de luto...
Desde que era seminarista escuché algo que hoy, en estas circunstancias, me viene muy a la mente y quisiera transmitirle a ustedes. Es la historia de un aprendiz de marinero que lo mandaron a componer algo en el mástil y desde aquella altura, al mirar el mar revuelto, se mareaba y estaba para caer. El capitán, que se dio cuenta, le dice: Muchacho, ¡mira hacia arriba! Y fue su salvación. Mirando hacia arriba dejó de ver aquel mar revuelto que lo mareaba y pudo hacer su operación tranquilo.
Digo que me viene esta comparación porque la mayoría de nuestros hermanos salvadoreños se encuentran así, viendo el mar alborotado de nuestra historia, confusos, y casi pierden la esperanza. Y en estas circunstancias de nuestra historia aparece oportuno el año litúrgico ofreciéndonos hoy como un grito de alerta: ¡Miren hacia arriba! Es la fiesta de la Ascensión del Señor...”
( Homilía 27 mayo 1979)
A veces me vestía “nice” y me iba a jugar con aquellos gringos de la American Society o qué sé yo, que estaban ligados a la embajada americana. Jugábamos boliche. Hacían también unos “casino night” y todos los fondos que recogían, que eran miles de colones, los daban después para una obra de caridad.
Un día les eché yo el rollo de la gran obra que era el hospitalito, con enfermos cancerosos que vivían de la divina providencia y les hice la propuesta:
—¿Por qué no le dan toda la plata del próximo casino a las hermanas del hospitalito? Es una obra magnífica, tendrían que conocerla.
Medio me aceptaron. Y con las hermanas organizamos que los gringos llegaran un día al hospitalito a visitar a los enfermos y ver aquello.
—Tráigalos a la hora de almorzar -me dijo la madre Luz- y tal vez hasta conocen a Monseñor Romero y él les entusiama a ser generosos.
Llegué un mediodía con tres norteamericanos. Estábamos suerteros porque Monseñor estaba aquel día. Ya había empezado a comer y estaba oyendo, absorto, el noticiero de la YSAX. Saludó a los cheles con un gesto y siguió en lo suyo.
Les hicimos a los visitantes un recorrido rápido por las salas del hospital y después las hermanas nos sirvieron el almuerzo al lado de Monseñor Romero, en esas mesas largas que hay en el comedor. Los gringos, que estaban locos por conocer a Monseñor personalmente, empezaron a sacarle conversación.
Al principio, temas generales: el tiempo, los enfermos... Monseñor no se daba por aludido, no entraba casi en la plática, seguía comiendo y escuchando las noticias. Cuando dieron la de un robo, uno de ellos sacó el tema.
—Mucha delincuencia, mucha, ¡hay muchos ladrones en este país!
Y la gringa:
—Mucho ladrón y poco respeto a la propiedad privada. Ayer robaron en casa de una amiga y ella quedó traumada porque...
—La gente tiene todo el derecho del mundo a robar si no tiene que comer -la cortó inesperadamente Monseñor Romero mirando a los tres a la cara-. El primer derecho de un ser humano es comer. ¡Y si no pueden comer, que roben!
Fue tan repentino, tan abrupto y tan directo que los tres americanos pusieron los ojos cuadrados. Ninguno le rebatió, sólo empalidecieron y quedaron más pálidos de lo que eran. Después un total silencio y después, ni terminaron de comer, se levantaron de la mesa, se despidieron de Monseñor bastante fríamente y salieron. Yo les acompañé.
No habían llegado al jardín cuando ¡les salió el gringo!
—¡Este señor está lleno de odio y de violencia!
—¡Ya nos habían advertido que era sólo un agitador!
Al llegar a su “society” anularon el cheque que ya tenían listo. ¡Diez mil dólares!
Bien entendido estaba Monseñor Romero de que ellos venían a entregar esa limosna y de que era bastante copiosa. Creo que los gringos, como siempre, no entendieron nada.
( Margarita Herrera)
San Salvador, 20 junio 1979 - Hoy a las 8.40 de la mañana, cuando iba camino a la iglesia El Calvario de Santa Tecla, en donde trabajaba pastoralmente desde hacía un año, fue asesinado el padre Rafael Palacios. Dos hombres vestidos de civil, que bajaron de un carro sin placa, intentaron secuestrarlo y al ofrecer resistencia el sacerdote, lo balearon, dejándolo muerto en la acera. “Me ha conmovido el llanto de las comunidades que conocieron al padre Rafael,” dijo Monseñor al personarse en el lugar de los hechos a recoger su cadáver.
Días antes que lo mataran, Rafael había llegado a decirme:
—Ve, me han pintado la mano blanca en mi carro.
—Tené cuidado, pues, tomá precauciones, no usés más ése tu vehículo, no te dejés ver fácilmente.
Quedé preocupado. La mera víspera me buscó también:
—Acaban de matar al Mayor De Paz. Lo balearon cuando iba hacia San Salvador -me contó.
Este Armando de Paz era un militar muy influyente en Santa Tecla y tenía fama de gran criminal.
—Esto traerá represalias -comentó Palacios-. ¿A quién irán a matar ahora?
Yo tuve entonces el extraño presentimiento de que tenía frente a mí a la próxima víctima.
Así fue. Mataron a Rafael en plena calle y a plena luz al día siguiente.
Unos días después sucedió un hecho intrigante. Vino a verme un muchacho que había sido drogadicto y que era cercano al cuartel de la guardia en Santa Tecla. Me contó que unos días antes que mataran a Rafael había escuchado decir a un guardia en el cuartel:
—¡Un cura que es capaz de vestir con bluyines al Nazareno es un cura peligroso! ¡Hay que liquidarlo!
Dos años antes, Palacios y otro sacerdote habían sacado por las calles de Santa Tecla una procesión de Semana Santa y a la imagen de Jesús Nazareno la habían vestido con bluyines en lugar de con la túnica morada de todos los años, para que los jóvenes lo sintieran más cercano. La guardia, que ya tenía chequeado a Rafael como comunista porque trabajaba con comunidades de base, lo sentenció a muerte desde entonces y sólo les faltaba poner la fecha.
( Javier Aguilar)
Regresábamos de San Miguel, de visitar a su familia, y se me durmió en el carro. Ni el radio le puse. Al pasar por La Paz paré.
—Ah... ¿Qué pasa? ¿Ya llegamos, pues?
—¡Llegamos a las quesadillas, Monseñor!
Allí son famosas. Nos bajamos a comer quesadillas con café caliente. Con esto despertó del todo y ya seguimos viaje en plática.
—¿Y qué le parece esa promesa de elecciones que se sacó de la manga el Presidente?
—No sé. Promesa de remedio cuando ya es tan grave la enfermedad... No sé si servirá para algo. Lo peor de esto es pensar cuántos muertos más tendremos que enterrar.
Cuando llegamos a San Salvador, al hospitalito, aquellos jardines estaban repletos de vehículos y de gente.
—¿Qué habrá pasado?
Cuando vieron que era su carro el que entraba, las hermanas salieron en carrera muy alteradas y se le echaron encima.
—¡Ay, gracias a Dios! -a todo grito.
—Pero, ¿qué pasó?
—Es que dijeron por radio que usted había tenido un accidente en la carretera y que estaba muerto.
—¿Yo muerto ¿Y a qué hora fue que dijeron eso?
—Como a las tres de la tarde salió la noticia, Monseñor.
—¡Así es la vida! A esa hora estábamos nosotros bebiendo café con quesadillas. ¡Nos estábamos velando a nosotros mismos!
Y se tiró la carcajada. La gente empezó a respirar.
—¿Y qué van a estar haciendo caso ustedes a esos chismes de viejas? -dijo en voz recia para que todos le oyeran.
Y el molote se fue dispersando.
Esa fue una primera vez. Pero hubo muchas más: que habría un atentado con explosivos, que iba a ser con veneno, que sería en un viaje... Tantas, que un día que le andaba manejando y me paré en una luz roja me gritó bravísimo:
—Pero, ¿no estás oyendo vos que es un accidente de tráfico lo que me van a provocar? ¡Y vos parado en un semáforo!
Arranqué en carrera. Y desde entonces ya no paraba semáforos cuando le iba chofereando. Claro, tomaba mis precauciones no fuera a tener el accidente conmigo. Tampoco iba a ser ambulancia. Por todos lados las cosas se iban poniendo cada vez más color de hormiga.
( Juan Bosco)
—¿Y eso, amor, que no te acostaste a leer?
—No, mejor te esperaba que llegaras.
Pasó varias veces, se hizo rutina eso de que mi marido se desvelara haciendo tiempo hasta que se abría la puerta y me veía regresar a casa. Hasta que una noche le insistí en que me contara lo que estaba pasando.
—Ya no aguanto más, no aguanto más...
—Pero, ¿qué pasa?
—Que todos los días me hacen llamadas de teléfono anónimas, amenazándote. Dicen que eres consejera de Monseñor Romero...
—¿Yo? ¡Grande me cortan el traje!
Yo trabajaba por las mañanas en el arzobispado: redacción de cartas, archivo, recorte de periódicos. Era trabajo voluntario, sin sueldo. Al poco tiempo, mi tarea principal fue transcribirle las homilías a Monseñor.
—Pero, ¿de donde voy a ser yo consejera de Monseñor Romero?
—Consejera o aconsejada, da igual. Me llaman y me dicen que si seguís llegando al arzobispado te va a pasar algo, que te tienen chequeadas las placas del carro, que saben todos tus movimientos, que nos van a catear la casa... Me dicen que te convenza de que dejes ese trabajo o...
—¿O qué?
—María Eugenia, tengo miedo por ti, por los niños. Decile a Monseñor Romero que ya no podés llegar más, hacelo por los muchachos, dale alguna excusa.
Me dio lástima ver a Eduardo tan afligido, aguantándose tanto tiempo aquel temor.
—Bueno -le dije al fin-, yo voy a dejar de trabajar en el arzobispado por los niños, pero a Monseñor yo no le voy a ir con una mentira.
No dormí en toda la noche, me parecía una traición. Cuando llegué al día siguiente a la oficina, le comenté al padre Moreno, buscando un apoyito en él.
—¡Las ratas abandonan el barco en cuanto huelen peligro!
Qué más quería yo, más paste me hizo. Esa mañana no podía concentrarme en el trabajo. Después de un rato, aproveché que Monseñor mandó pedir unos documentos y entré a su oficina para hablarle. De un solo se lo conté todo, sin atreverme a mirarlo.
—Es por mis hijos, Monseñor, es por ellos que he decidido retirarme de este trabajo.
Monseñor se quedó callado, cerró los ojos y bajó la cabeza pensativo. Estuvo callado un rato. Yo callada y muerta, mirándome ya la cola de rata... Después, como que se le encendiera una bujía, me miró sonriente:
—Retirarse no es huir, tómelo mejor como una estrategia. Sígame haciendo el trabajo sin venir aquí, desde su casa. ¿Qué le parece?
Vi el cielo abierto. Y le seguí colaborando, encerrada estratégicamente en mi casa.
( María Eugenia Argüello)
“Yo creo que interpreto el sentir de todos ustedes si nuestro primer saludo de esta mañana es para nuestra hermana república de Nicaragua. ¡Qué alegría nos da el inicio de su liberación!
Costó más de veinticinco mil vidas humanas un descontento. Un pueblo que no era escuchado y para escucharlo fue necesario llegar hasta este baño de sangre. ¡Lo que es absolutizar el poder, endiosar el poder!...
Nos ha llenado de satisfacción la garantía que se ofrece a la plena vigencia de los derechos humanos... ‘Se promulgará la legislación y se adoptarán las acciones que garanticen y promuevan la libre organización sindical, gremial y popular, tanto en la ciudad como en el campo’. ¡Bendito sea Dios que en nuestra América Central hay siquiera un lugar donde se respete el derecho del hombre a organizarse, aunque ese hombre sea un humilde campesino!”
( Homilía, 22 julio 1979)
Lo de Nicaragua puso en temor el gobierno. ¿Y si llegara a pasar en El Salvador algo parecido? Estaban afligidos con eso. Y armaron sus maniobras.
Por un lado, el Presidente Romero empezó a prometer las grandes maravillas: que elecciones libres, que regreso de exiliados, que iban a disolver a los paramilitares de ORDEN... Querían darnos dulce con el dedo, como que el pueblo fuéramos mensos.
Por otro lado, seguía cada vez más fuerte la represión, como que el pueblo fuéramos reses de matadero.
En La Florencia, en Soyapango, templo no teníamos sino una galera toda viejona, con sus paredes así de altas. Allí hacíamos las reuniones y las misas. Una tarde estábamos el gran gentío allí empezando la celebración, cantando alegres: Vamos todos al banquete / a la mesa de la creación / cada cual con su taburete / tiene un puesto y una misión... cuando entraron seis hombres vestidos de civil armados y empezaron a regarse por toda la galera. Nos quedamos silencios del gran susto, a la expectativa. Banca a banca los escuadrones comenzaron a levantarle el pelo a todos los cipotes jóvenes, como reconociéndolos.
—¡El que tenga un lunar en la frente es hombre muerto! -gritaban.
Alguna gente quiso huir, pero ellos trancaron las puertas y nos quedaron revisando a todos. Finalmente, estaba allí el que ellos buscaban, el joven del lunar.
—¡Aquí está el nagüilón!
Lo agarraron por el pescuezo como que fuera animal. El muchacho forcejeaba y se resistía, pero ellos eran más.
—¡Yo no he hecho nada!
—¡Suerte has tenido hasta hoy, hijueputa comehostias!
A puros pencazos lo empujaron fuera de la galera y lo volaron en la tierra y ahí mismo, a los ojos de todos, empezaron a dispararle hasta acabarlo.
—¡El tiro de gracia, vos! -gritó uno.
Y otro lo baleó en el mero corazón. Entonces mucha gente salió en estampida y llorando, corriendo a sus casas. Allí quedó el escuadrón, esperando a ver qué se nos ocurría a hacer a los que quedamos.
Era el padre Pedro Cortés el que celebraba. Estaba cherche, temblaba, pero no se movió. Cuando ya hubo calma, nos dijo a los poquitos que permanecimos:
—La vida se nos dio no para el odio sino para el amor. Un hermano nuestro acaba de perder su vida. Terminemos esta misa en su memoria.
Sacamos fuerzas para volver a cantar. El escuadrón se fue por fin y el muchacho quedó todavía allí, rempapado en su sangre. Entonces unos de la comunidad caminaron a la alcaldía para que levantaran el cadáver.
Varias veces hicieron cosas en esta misma forma de ingratitud. Una vez en la galera y mismamente en la misa pasaron volando bala. Otra vez, y también durante misa, mataron frente a la galera a tres muchachos, dándoles ley fuga. Todo para atemorizarnos.
Cuando Monseñor Romero llegó a un encuentro de comunidades que hubo en la Santa Lucía, yo le pregunté:
—Monseñor, ¿y si nos mataran a todos nosotros uno por uno y mataran a los sacerdotes y ya no quedara ninguno, qué haríamos?
—Mientras haya un solo cristiano hay Iglesia. Y ése que quede es la Iglesia y tiene que seguir adelante.
En aquellos tiempos diario cavilábamos quién de nosotros quedaría vivo para seguir adelante.
( Teresa Huezo)
San Salvador, 4 agosto 1979 - El padre Alirio Napoleón Macías fue asesinado hoy en el templo parroquial de San Estaban Catarina, en el Departamento de San Vicente, a 60 kilómetros de la capital salvadoreña. Macías es el sexto sacerdote asesinado durante el violento y convulso período presidencial del General Romero.
En la entrada a Chalatenango estaba el retén. De largo se miraban las siluetas de los cuilios armados, recortadas contra el sol restallante. Monseñor Romero venía otra vez a visitarnos a las comunidades de allá.
Vigilancia le pusieron toda la ciudad, pero eso no les bastó. Durante la misa continuaron chequeando a Monseñor. A la celebración fuimos medio Chalate o Chalate entero, eso nunca llegó a saberse, pero no se cabía en la iglesia. También acudió allí el señor comandante departamental con varios oficiales. No a rezar ni por su alma de ellos ni por la de otros, sino que se acomodaron allá al fondo y cuando comenzó Monseñor Romero a predicar sacaron todo un aparataje de grabadoras, buscando grabar no la palabra del Señor sino alguna prueba para acusarlo. Pero ni la iglesia de Chalate es tan grande como para no ver a los intrusos, ni Monseñor tenía su casita en las nubes para no saber por qué estaban allí los descarados.
Cuando terminó su homilía, los señaló Monseñor:
Antes de continuar la misa, quiero preguntarles algo -nos dijo-, para que sean ustedes los jueces y no otros: ¿creen ustedes que en todo lo que hoy les he dicho hay algo subversivo?
—¡No! -gritó ligero Lito, que estaba en la primera banca.
Después ya lo seguimos todos.
—¡No, Monseñor, noooooo!!! -retumbaba el templo.
—Si algo fue subversivo, díganmelo ustedes y yo lo enderezo ahora mismo.
Silencio. Hasta los tiernos dejaron de llorar.
—¿Todo les pareció correcto, pues?
—¡Todooooo! ¡Todooooo!!!!
Después le dimos una ovación cerrada que se oyó hasta más largo de la plaza. Y latieron también los perros que tienen por maña ir a las misas.
—Entonces -dijo Monseñor mirando hacia el fondo de la iglesia-, los que andan ahí de vigilantes y con grabadoras, ya escucharon lo que piensa el pueblo. Ahora, no vayan diciendo lo que yo no dije.
Como decir: no vayan a hacer de un clavo un machete.
Se fueron corridos. Y cuando Monseñor Romero contó todo esto en su homilía del domingo siguiente, otra ovación se ganó. Y esta vez ladraron los perros que van a misa a Catedral.
( Rosa Amelia García)
En arcatao esperábamos a Monseñor Romero a las 7 y media de la mañana. Y ya desde las 7 entraron allí nueve camionadas de cuilios que venían de Chalatenango para militarizar todo nuestro pueblo.
Como era una fiesta tan propagandizada la que íbamos a tener, habíamos organizado a todo mundo para el recibimiento de Monseñor, en hileras de bienvenida desde aquí por la plaza hasta alláaaaa a la entrada del pueblo, por donde corre el río Sumpul. Pero cuando ya estábamos alineados en dos filas largas, vinieron los militares y se nos pusieron delante, con ese imperio que tienen en su modo, pues.
Al llegar Monseñor en su carrito al río, lo pararon y lo hicieron apearse. Y también a los sacerdotes y religiosas que iban con él.
—¡Bájese! ¡Tenemos que registrar este vehículo!
—Registren lo que ustedes gusten -les dijo Monseñor-, pero no van a encontrar lo que ustedes buscan.
Lo revisaron todo: el suelo del carro, los asientos, el forro de los asientos, abrieron el auto por delante y va de ver el motor, cada tornillo y cada muelle, y después el maletero. Al final, le sacaron del gavetín las cartas que él llevaba allí y las abrieron ¡para leerlas ellos!, los maleducados.
—¡Cuánta gente le escribe a usted! -le dijeron los chafas-. ¡Tal vez un día se arrepienten de perder así su tiempo!
Todo lo hicieron por molestarlo. Después ya lo dejaron subir. Nosotros seguimos caminando al paso detrás de él, pero al llegar propiamente a Arcatao, allí la guardia lo volvió a detener, todavía con más grosería.
—¡Todos fuera! ¡Póngase con las manos arriba sobre el carro!
Ahí los estuvieron registrando a ellos directamente. Le manosearon a Monseñor todo su cuerpo, sin ningún respeto para él. Le levantaron su sotana, lo humillaron cachéandolo, como criminal que fuera, y cuando ya terminaron, un guardia se le burló:
—Todo esto es para protección suya. ¡Tenemos orden de cuidarlo a usted!
—Mejor cuiden al pueblo -les dijo él calmo.
Cuando ya tuvimos a Monseñor entre nosotros, con gran cariño lo recibimos, como para que él olvidara la ingratitud que le habían hecho. Y los guardias mirándonos con rabia
—¡Si algo le pasa a Monseñor, que a nosotros nos pase igual!
—¡Que nos maten ya, pues! ¿Y qué nos importa si morimos junto a Monseñor?
La gente estaba enardecida gritándoles cosas así en la cara a los guardias. Algunos más aventados, los puteaban directamente. En la misa, se miraba que Monseñor estaba dolido. Y habló de lo que había pasado:
—Si éste es el trato que me dan a mí, ¿qué no les harán a ustedes los campesinos? Pero no les tengamos miedo. Aunque ellos usen su prepotencia, no nos arrodillemos nunca ante los ídolos del poder y de la fuerza.
( Pedrina Gómez)
Iba volado cuando salimos de Arcatao aquel día, tan crítico que estuvo. Regresaba impaciente a San Salvador.
—Maneje bien aprisa para llegar temprano. ¡Tengo muchos compromisos y todos son importantes!
Monseñor Romero era un hombre que siempre quería las cosas... ¡para ayer! Al pasar por Chalatenango paramos un momento para dejarles unas razones a las hermanas de la Asunción.
—De aquí para adelante -me dice el bajarse-, pise el acelerador, llevamos bastante retraso.
—Monseñor -le pidió una hermana al saludarlo-, ¿no se quedará un ratito con nosotras?
—Ni puedo ni debo, tengo muchas cosas que hacer en San Salvador.
Dejamos la razón y ya se estaba montando en carrera al vehículo cuando la hermana le insiste:
—Pero, Monseñor, quédese, ¡le tenemos preparado chilate con nuégados y buñuelos!
Se apeó inmediatamente del carro.
—Que Dios me perdone, ¡pero ante estos ídolos sí me tengo que arrodillar!
Una hora de retraso. Era loco por esta delicia de la cocina salvadoreña.
( Rafael Urrutia)
El día que mataron al hermano del Presidente Romero, el Viceministro de Defensa, con todo y escolta, llegó a buscarlo al arzobispado.
—Estamos muy preocupados -me dijo el Coronel- porque le puede pasar algo a Monseñor Romero y queremos darle protección. ¡Quiero hablar con él! ¡Ahora mismo!
—Pues Monseñor no está aquí.
—¡Es urgente que hablemos con él! ¡Ahora mismo!
—Pues habrá que irlo a buscar al hospitalito.
—¡Ahora mismo!
Me monté en el camión del militar, que andaba allí sus grandes metralletas. Monseñor Romero salió no de muy buena gana a hablar con él. Le echó un discurso.
—La situación es grave. Más aún, ¡es gravísima! Tememos por su vida y queremos empezar a protegerlo. ¡Ahora mismo!
—Yo le agradezco, pero creo que no es necesario que ustedes hagan por mí ningún operativo de protección. Sinceramente, creo que no hace falta, habiendo tanta otra gente que proteger.
—Está bien, entonces podríamos enviarle un instructivo para que usted conozca cómo conducirse y qué precauciones tomar.
—Bueno, si usted gusta mandarlo...
—Se lo enviaremos. ¡Ahora mismo!
Y salió con un saludo militar, erguido el pecho. Pero ni ahora mismo ni nunca llegó el mentado instructivo. Puro teatro que quisieran cuidarlo, pues.
( Ricardo Urioste)
—¿Como amaneció? -nos saludábamos al llegar al arzobispado.
El problema de aquellos tiempos era que uno no sabía al amanecer cómo acabaría la jornada. Era una época incierta. De muchas dudas también. Fue un lunes, después de una reunión del Senado Presbiteral. Una reunión muy tensa que estalló en un volcán de contradicciones. La situación del país estaba tan fregada como nuestra reunión y los curas no pensaban ni igual ni parecido de la situación ni de cómo la afrontaba Monseñor Romero.
Tres sacerdotes nos quedamos ese día a almorzar con él. Cuando nos sentamos a la mesa, fue Monseñor quien conmenzó a hablar.
—Díganmelo, díganmelo sinceramente, pues...
—¿El qué, Monseñor?
—Díganme si estoy equivocado.
Nos quedamos en total silencio.
—Yo le pregunté mucho al Señor en la oración si estoy equivocado y espero que él me ilumine. Se lo pido a ustedes también. Díganmelo, ayúdenme a aclararme.
—Pero, Monseñor...
—Ayúdenme. Y si me demuestran que estoy equivocado, yo le pediré perdón de rodillas al pueblo salvadoreño.
Tenía los ojos llenos de lágrimas.
( Rafael Urrutia)
Decidió hacer un viaje a México, pero medio tapado. Para hacerse una revisión viajaba.
—Búsquenme allá -le había pedido a unos amigos- un buen siquiatra que me haga un chequeo. Pero que el doctor no me conozca de nada. Sólo así él se sentirá libre y yo me quedaré tranquilo.
Monseñor Romero andaba el alma en alitas de cucaracha. Con el temor de haber perdido el juicio, con la aprensión de estar perdiendo el timón del gobierno de la arquidiócesis y con los escrúpulos de ser manipulado unas veces por los unos y otras veces por los otros.
Viajó, pues. EL doctor mexicano recibió aquel día a un Óscar Romero camuflado.
—Mi nombre es Álvaro Herrera, acabo de llegar de El Salvador...
-le dijo Monseñor al siquiatra.
—Andele, pues, señor Herrera, tome asiento y cuénteme.
Llegó contándole que estaba casado, con los hijos ya mayores y un rimero de nietos. Pero que aunque en la familia tenía problemas, como pasa siempre, lo que más le emproblemaba era la responsabilidad que desde hacía un par de años le habían confiado en una gran empresa salvadoreña.
—Es una empresa enorme y nunca ha atravesado por momentos tan difíciles. Y estando yo en la gerencia, tan arriba, conozco todas las dificultades y me siento presionado por los intereses de la empresa y por las demandas de los trabajadores y...
“Álvaro Herrera” habló y habló. Se sinceró con aquel especialista en angustias y tensiones.
—Mi temor es no saber responder a las expectativas de todos. También me preocupa el estar siendo influido. Estoy tan agotado, doctor, que ya no sé si estoy decidiendo yo mismo o me arrastran... ¡Necesito saber si estoy actuando con libertad!
—Bueno, ése es mi trabajo. Ayudarle a verse a sí mismo por dentro.
Y fue así que el “gerente” de aquella “empresa” -que no era otra que la Iglesia de San Salvador- fue sometido a una compleja batería de tests. Tres días respondiendo preguntas, llenando cuestionarios, en largas pláticas entre paciente y doctor.
Al final del esfuerzo, que ambos emprendieron a conciencia, llegó el día del diagnóstico final.
—Bueno, Herrera -le dijo el siquiatra-, después de toda esta exploración yo tengo ya mis conclusiones.
—¿Y concluye usted que estoy loco? ¿He perdido el juicio?
—¡No, pues! Iba a decir que ha perdido el tiempo viniendo, pero no es así, porque hasta nos hemos hecho amigos en estos días. Usted está entero, señor Herrera, usted no tiene nada, sólo un cansancio ¡que se le cura con unos días en Acapulco! Seguramente, su empresa se los concede. ¡Usted está cabal, hombre!
—¿Cabal, pues?
—¡Cabalísimo! No pegue ya más brincos, que el suelo está parejo.
Platicaron en broma, platicaron en serio y con la hora de las despedidas llegó la de pagar los honorarios.
Álvaro Herrera firmó el cheque por aquellos tres días de consulta intensiva y después de entregarlo, le comieron los escrúpulos y decidió no marcharse sin quitarse la máscara.
—Doctor, tal vez usted haya escuchado hablar del arzobispo de San Salvador, de Óscar Romero... -le dijo al médico.
—¿Y quién no ha oído de él? Es un hombre famoso. Y usted, Herrera, ¿conoce a Romero allá en su país?
—Claro que lo conozco. Yo pensé... yo pensé que él, que este obispo Romero estaba loco, pero ahora usted le está diciendo que ande tranquilo, que está cuerdo...
—¿Cómo dice...?
—Que yo no soy quien le dije que era. Yo soy Óscar Romero, el arzobispo de...
—¿Usted es Monseñor Romero?
—Yo mismo.
—¿El mero Romero?
—El mero mero.
Se volvieron a sentar a platicar de nuevo, en serio y en broma. Y Monseñor le explicó el por qué de aquel disfraz. Al final, el doctor no le quería aceptar ningún pago y le devolvió el cheque.
—¡Con todas las necesidades que tiene usted allí! ¡Ni un peso le recibo!
—Pero el trabajo debe pagarse, ¡y yo le he dado mucho trabajo!
Discutieron. Y al final, hubo empate. Monseñor Romero le volvió a dar el cheque y el doctor le entregó otro, por mucho más dinero, como donativo para la Iglesia de San Salvador.
( Francisco Oscoz)
San Salvador, 29 septiembre 1979 - Apolinario Serrano, legendario dirigente de la organización campesina FECCAS, más conocido como Polín, fue ultimado hoy a tiros junto a otros tres dirigentes de la Federación de Trabajadores del Campo, en el kilómetro 27 de la Carretera Panamericana.
Miembros de un retén de la policía abrieron fuego contra el vehículo en el que viajaba Polín, junto a José López, y a los esposos Patricia Puertas y Félix García, cuando el auto llegó frente al Cuartel de Caballería de Opico. Según fuentes de las organizaciones populares, se trató de una emboscada preparada cuidadosamente para liquidar con impunidad a tan conocidos dirigentes.
Está llorando en su cuarto, volteado hacia la pared, sin poder acostarse, sin poder sacárselo de la memoria, sin poder ni rezar. Mataron a Polín al amanecer. Ya nunca más lo verá llegar al hospitalito, haciendo aspavientos y cuentos como sólo él los sabía hacer.
—Cuidate, Apolinario -le decía seguido-, a vos te quieren matar.
—¡A usted también, Chespirito! -le contestaba él-. ¡A ver quién hace viaje primero!
Al final le dio por llamarlo así: Chespirito. Como le decían en clave todos los del Bloque, los organizados. Y él se sonreía, sin entender toda la picardía del apodo.
—Ya te dije que nunca miré en la televisión ese programa, Polín.
—Pues mírelo y ahí en ese Chespirito va a ver su retrato. ¡Es alguien que mete las patas, pero siempre sale adelante!
Y se reía burlisto. Ya nunca más aquella risa. El hizo viaje primero. Lo mataron al amanecer. Parece que fue una trampa que le tendieron y Polín, a pesar de lo listo, fue a dar en ella. Siendo lo que era, el dirigente más buscado y más quemado, andaba dando la cara, legal.
—Me muero si me tengo que clandestinizar -le había confesado-, me muero si me quitan de andar entre la gente.
Se lo quitaron al pueblo. Y Monseñor Romero está llorándolo. Y se tapa la cara para recordarlo vivo.
( Juan Bosco / Antonio Cardenal)
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