Capítulo 11
Todos los caminos llevan a las comunidades

—Hace años yo estuve aquí, en esta comunidad y en este mismo lugar y con muchos de los que hoy están ahora reunidos. ¿Se acuerdan ustedes?

Claro que nos acordábamos. Aquel pleito que habíamos tenido con Monseñor Romero en la Zacamil en 1972 marcó a nuestra comunidad.

Seis años después, ahí estaba de nuevo Monseñor frente a nosotros y en el mero lugar de aquellos hechos. Pero era a una fiesta de bienvenida al obispo que lo habíamos invitado. Con queque, canciones, gallardetes, música... ¡Un fiestón!

Nadie iba a mencionar el problema que habíamos tenido con él hacía años. Nadie, pero él sí. Nomás llegar fue él quien lo recordó.

  —Ni la eucaristía pudimos celebrar aquella tarde por el choque que hubo entre ustedes y yo. Estábamos ofendiéndonos... ¿Se acuerdan?

Quedamos mudos, tragando seco. El del tocadiscos decidió apagarlo y al que estaba ya abriendo las gaseosas se le quebró una en el piso.

  —Yo sí lo recuerdo bien y hoy, como pastor de ustedes, quería decirles que ya entiendo lo que pasó aquel día y que reconozco ante ustedes mi error.

La Adelita quiso hablar algo, pero no atinó qué.

  —Yo estaba equivocado, ustedes tenían la razón y aquella vez me dieron una lección de fe, de Iglesia. Por favor, perdónenme por todo lo que pasó aquel día.

¡Una llorazón que nos agarró a todos, cipotes y grandes! Emoción y alegría, todo revuelto. Después rompimos a aplaudir. Los aplausos se fundieron enseguida con la música de la fiesta y las lágrimas se perdieron en la atolada. Sonaba Quincho Barrilete, aquella canción que le gustaba tanto a Monseñor. Todo estaba perdonado.

( Noemí Ortiz)

—Usted a mí no me mira como pastor, sólo como político.

  —Pero, Monseñor, ¿cómo quiere que yo lo mire como pastor si nunca he sido oveja de la Iglesia? ¿Si yo de la onda religiosa no entiendo ni del chuchito de San Roque?

Ése era el pleito conmigo cuando venía por la YSAX a ver cómo nos iba en el trabajo de la radio. A pesar de esas regañadas, jamás sentí que él quisiera “convertirme”, ese vicio que tienen los curas.

Por aquellos tiempos yo andaba queriendo organizarme y no sabía para dónde agarrar. Con un compañero de las FPL nos fuimos un día a conocer lo que ellos llamaban una comunidad eclesial de base, en un cantón de La Libertad. Yo no iba por el rollo religioso, sino por la organización de la gente, a ver cómo funcionaban.

Hasta La Libertad fuimos en bus y allí nos esperaban para seguir camino. Dos horas más a caballo. El compañero de grupa que me asignaron, él delante y yo detrás, era un niño de ocho años, Emilio.

  —¡Caballoooo! ¡Arreeee!

Cuando echó a andar el animal empecé a sentir un olor a podrido nauseabundo. ¿De dónde viene este tufo...? Me fijé en el pie del cipote: lo tenía hecho una llaga, engusanado.

  —Vos, ¿y que te pasó ahí, vos?

  —Es que me lo trocé con un machete.

Seguimos. Aquello hedía feísimo. Llegamos a la comunidad, que era allá en unos peñarrascales, donde se daba únicamente maicillo. Sólo miré viejos, mujeres y niños. Debía ser gente organizada ya en la lucha, porque no había hombres.

Hablando con ellos encontré una conciencia religiosa enorme, era eso lo que los había organizado, no la conciencia política. Y así, como esta comunidad, hubo un cachimbo más de comunidades, de grupos y de personas en todo el país. Por lo religioso, pues.

Cuando ya caía la tarde y nos regresábamos, hablé con la mamá de Emilio.

  —Déjemelo llevar a curar, si no el muchacho va a perder su canilla.

Me dio el permiso y me lo traje a San Salvador. Nunca había salido Emilio de su cantón. Cuando miró los primeros carros...

  —¿Esto ya es San Salvador? -me preguntó.

  —Esto es. ¿Te gusta?

  —Me va a gustar más si la seño me favorece en conseguirme una cosita.

  —Pedime lo que sea, Emilio, lo que más deseés en la vida yo te lo consigo.

¿Querrá una bicicleta? ¿O será un paseo al mar?

  —Decimelo, pues.

  —Quiero conocer a Monseñor Romero.

Eso era lo que más deseaba en su vida de ocho años.

Tuvo que estarse dos meses en San Salvador hasta que la pierna le quedara buena y conoció otras cosas: calles, carros y semáforos, escaleras eléctricas, ascensores, tiendas, parques de diversiones...

  —Seño, ¿se arrecuerda que me tiene una deuda? -me decía a veces.

Un día en el hospitalito, donde las monjas me le hacían las curas, vi llegar a Monseñor Romero. Emilio también. Quedó fascinado al verlo allí en persona.

  —Mire, Monseñor -le dije- aquí ando con un su admirador. Lo que más quiere en la vida este bicho es conocerlo a usted.

  —Pues vamos a conocernos...

Le puso la mano en la cabeza y echó a caminar.

  —¿Y vos cómo te llamas?

  —Emilio Valencia y vengo de El Almendral.

Se sentó él y se lo sentó a Emilio en las piernas.

  —Contame de tu cantón, pues, allí no conozco.

No puedo describir la cara de dicha de aquel niño. Mucho más que si se le hubiera aparecido Santa Claus el día de Navidad. Pasaron platicando un buen rato.

Después no se quería bañar porque Monseñor lo había tocado y desde ese día su preocupación fue no olvidar nada para poder contar a su regreso lo que los dos habían conversado.

Tuvo la alegría de volver curado y hacer todos esos cuentos. Pocas alegrías tuvo ya. Emilio vivió apenas dos años más. Unos días antes de que mataran a Monseñor Romero, la guardia arrasó su cantón y lo mató a él y a toda su familia.

( Margarita Herrera)

Andaba yo de visita en un Cantón de Aguilares con cuatro campesinos, uno de ellos el famoso Polín.

  —Vamos a reunirnos un rato para estudiar la biblia -dijo uno.

  —¿Por qué no viene el señor cura con nosotros? -dijo Polín.

  —Está bueno, tengo la tarde libre. ¡Vamos, pues! -les dije yo.

Y echamos a caminar hasta llegar bajo la sombra de un amate. Quedaban largo las casas. Pleno campo todo el paisaje.

  —¿La sacamos?

  —¡Sacala, pues!

Tenían la biblia escondida, enterrada bajo tierra en un cuchumbo hecho con unos plásticos. En aquellos tiempos, la biblia era uno de los libros más subversivos que podía uno tener y era frecuente que el ejército matara al que andaba con una biblia.

La desempacaron. Ellos venían reuniéndose días para leer y reflexionar el evangelio de san Juan.

  —Usted, ahí estese -me dijeron- y si escucha que decimos alguna barbaridad, ¡ya sabe! ¡Nos endereza!

Leían, hacían sus comentarios, se quedaban en silencio como rezando, platicaban. Yo era ojos y oídos escuchándolos. Llevaban más de una hora cuando alláaaaaa a lo lejos vimos un puntito que se movía y se iba acercando.

  —¡No hay cuidado, es un animal!

Siguieron leyendo, pero mirando con el rabo del ojo.

  —¡Qué va a ser! ¡Es persona!

Se alarmaron y escondieron la biblia entre un hojerío.

  —¡Es mujer! ¡Lleva falda!

  —¡Qué falda! ¡Es sotana de padre!

  —¡Es un cura!

Ya más cerca...

  —¡Pero si es Monseñor Romero!

Venía caminando él solito por aquellas veredas.

  —Monseñor, ¿y qué anda haciendo por aquí?

  —Eso digo yo: ¿qué andan haciendo ustedes?

  —Nosotros leyendo la biblia, el evangelio de san Juan.

  —¿Y le permiten al pastor sentarse con ustedes? -les dijo él.

  —¡Aquí todo es sillón, Monseñor! -le dijo Polín.

Se sentó en un montecito. Y aquellos todavía siguieron otra hora con su reflexión. Leyendo calmo, hablando calmo. Como lo hacen los campesinos, bien pensado todo para que la palabra no resulte un palabrerío.

Monseñor Romero no abrió la boca. Cuando ellos terminaron, me volteé y miré que tenía los ojos aguados, lagrimeando.

  —¿Y qué fue, Monseñor?

  —Yo creía que conocía el evangelio, pero estoy aprendiendo a leerlo de otra manera.

Y Polín, el muy bandido, sonriendo.

( Antonio Fernández Ibáñez)

La comunidad de San Roque era tan lejos, pero tan lejisísimo, que nadie podía llegar hasta allí en carro. Era en una vereda. No propio una vereda, era en un barranco. Y digamos la verdad, no era una comunidad sino un tugurio, donde ni hasta hoy se acercan buses.

¡Y todo un Monseñor Romero iba a llegar allí! Cuando nos confirmaron la noticia, ni creer se podía. Pero fue cierto. Para celebrar unas primeras comuniones llegó él.

Dejó su carrito en la calle y caminó, caminó, caminó y caminó. Y lo más singularizador era que cada gente que él iba saludando en aquel andar se iba uniendo a él. Se fue armando así un ringlero de personas como que fuera procesión, pero no llorando aflicciones sino cantando alegrías.

En ese camino hasta la ermita yo me encontré con él y también me le uní y fue así, subiendo y bajando barrancos, que hablé con él por la primera vez.

  —Vaya, Monseñor -le dije-, usted no se rinde.

  —Es que me gusta estar con la gente, ¡y ya sabe usted que por un gustazo un pencazo!

Le gustaba, pues. Alguna gente lo llamaba desde dentro de sus casitas.

  —Monseñor, ¿va a querer entrar?

Y él nunca azareaba a nadie, nunca despreciaba la invitación y se quedaba algún tiempito en la casa, por saludar a la familia.

  —¡A esta bichita me la llevo yo!

Agarró a una chiquitina y se la llevó en brazos y todos los cipotes queriendo lo mismo, corriendo detrás de él, guindados de su sotana.

Cuando por fin llegó a la ermita de San Roque a celebrar la misa, ya era un gential el que le rodeaba. Enjambre mejor parecía.

De regreso de la misa y de toda la fiesta que allí se hizo, fue dando un rondín por otro lado del tugurio para regresarse por otro camino.

  —Así conozco a todos y a ninguno me dejo por saludar.

Y ninguno quedó sin su saludo.

  —¡Puta, sólo él! ¡Nadie es capaz de sacrificarse tanto por ir a celebrar una misa tan remota en un lugar tan profundo!

Aí sentenció don Tito el zapatero cuando aquel gran día terminó.

( Hilda Orantes)

Eran paseos de amigos, no viajes de trabajo. De ésos hicimos muchos, no sé cuántos.

Yo le regalaba mi tiempo para que él descansara. Y yo también descansaba con todas nuestras vagancias. Ya desde hacía años habíamos llegado a un acuerdo de amigos:

  —¡Ni vos me hablás de tus problemas ni yo te hablo de los míos! -me decía.

Ése era el secreto. Y por eso gozábamos. ¿Cuántas veces no fui con él a Guatemala? Recuerdo que allí siempre andaba buscando un su nuevo casete de música de marimba, le fascinaban esas melodías. Pero no solo. También la música clásica, que es la más fina.

Y me metía al teatro a conciertos de esa música, que como es algo aburridora, algo mortuoria, yo me le dormía. Y él dándome codazos para que despertara.

  —Aprendete, hombre -me decía-, que esto es bonito.

Era selecto en sus gustos de él. En México, en un paseo que hicimos, me dice una noche:

  —Mirá, vos, no andemos hoy de pobres y démonos un gusto al menos.

  —¿Y cuál, pues?

Había comprado boletos de palco para ir a ver el ballet folklórico, que eso sí es belleza y nadie se puede dormir.

Pero lo máximo para él eran los circos. Desde niño traía esa afición. No hubo circo ni dentro ni fuera de El Salvador que él supiera y se lo perdiera.

  —Pero, ¿no anda muy ocupado? -le decía yo- ¿Va a poder sacar tiempo?

  —Sacá vos las entradas, ¡y vamos!

Y nos íbamos al circo. Le sudaban las manos de puro nervio cuando el equilibrista y la trapecista se subían allá arriba para hacer sus volantines. Pero eran nervios de gozo. Gozaba. ¡Y los payasos! ¡Y Firuliche! ¡Y Chocolate! Cuatro carambaditas que hiciera cualquier payaso de aquellos y él se tiraba las carcajadas. Nunca le vi risa tan de adentro como ante un payaso.

( Salvador Barraza)

La Joyita, Agua Caliente, El Pepeto, Plan Piloto, El Vaticano, San José del Pino, La Periquera, Sensunapán, El Naranjo, La Presita. Todas eran comunidades del proyecto de Vivienda Mínima, que en diez años había levantado ya casi cinco mil casas y tenía alistando otras ocho mil o más. Colonias enteras, pues, con casitas bonitas y propias, nuestras, construidas por nosotros mismos, penqueándonos nosotros.

  —¿Esos? Construyen casitas y con los bloques que les sobran levantan barricadas. Con el cuento de la casita, lo que andan es organizando subversión.

Así decían los chafas. Nos tenían chequeados. Nos tocó represión, pues. ¿En La Periquera no nos mataron en un solo día a toda la directiva de la comunidad? ¿Y no se eligió a los nuevos directivos allí, delante de los cadáveres de los compañeros? ¿Y no acabaron ligero a los de esa segunda directiva? ¿Y en San José del Pino? Fue tanta la hostigadera de los cuilios para meterlos en miedo que decidieron dormir con unos hilos amarrados de casa a casa. El hilo se lo ataba cada quien a su dedo pulgar de la mano al irse a la cama. Y dedo gordo con dedo gordo, todos estaban conectados con hilos para así dormir todos alertas a la par. Y si uno se movía, todos sentían ¡y todos en pie!

Otros pasaban la noche velando encaramados en los palos por ver si llegaba la guardia y dar señal.

Para los diez años de Vivienda Mínima se hizo la celebración en la colonia El Pepeto, en Soyapango. Invitar a Monseñor Romero era darnos todavía más color. Pero por eso no íbamos a perder la dicha de tenerlo entre nosotros.

  —Sólo el cuche muere la víspera -decía una ancianita para quitarnos los miedos.

Llegó donde nosotros. Para después de la misa organizamos una comida en colectivo todos con él, pero con la alegría de que llegaba Monseñor cada familia no dejó de preparar también alguna cosita para ofrecérsela. A la hora del almuerzo, él no se quedó en la mesa especial que le tenían preparada con la junta directiva, sino que se levantó a dar su vuelta.

  —Yo quiero mejor conocer sus casas. Lo que se ha hecho con tanto esfuerzo, merece verse.

Y con esa disposición fue entrando en cada una de nuestras casas: quinientas treinta familias. Y en cada una se le ofrecía algo. Y él, tan galán, aceptó un bocado en cada una: una pupusa, un vaso de fresco, frijolitos, crema, piernita de gallina, su guacamole... Quinientas treinta bocados. De uno en uno, ni uno menospreció.

Cuando regresó a la mesa especial, venía contento

  —¿Nada va a comer, Monseñor?

  —No comer por haber comido, ¡nada se ha perdido!

Y se reía satisfecho.

( Antonia Ferrer)

—Me han dicho que D’Aubuisson tiene mi ficha y se cree que soy cura. Y que en la guardia me llaman “el padrecito de la barba”...

  —¿Y cómo estás entero todavía? -me preguntó riendo Monseñor Romero.

  —Porque también saben que ando con los salesianos. Y como los salesianos andan con los ricos, ¡ése es mi escudo frente a los escuadrones, pues!

Había ido a hablar con Monseñor Romero de mi trabajo pastoral en el Oratorio Festivo de Don Bosco. Yo había crecido en aquella obra, en aquel espirítu, pues, y ahora seguía formando a cienes de cipotes con el catecismo y el futbol. Monseñor nos había conocido hacía poco y estaba empilado con nuestra experiencia.

  —Lo jodido -le dije- es que los salesianos se han ido “convirtiendo”, pero al revés. La opción preferencial de ellos es por la gente con plata. ¡Le dan más importancia al colegio para niños ricos que al Oratorio para la pobrería! ¡Al revés de Don Bosco!

Monseñor me escuchaba. Creo que compartía mi preocupación, pero con más sabiduría.

  —Ese desgaste se da también en otros religiosos. Por algo dicen que no hay caldo que no se enfríe y que todo cepillo acaba pelón. Es ley de la vida. Pero todo puede renovarse. Vos no perdás ni el espíritu salesiano ni la paciencia. ¡Vos sos muy impaciente!

Al final de la plática, que fue larga, Monseñor me salió con una idea:

  —¿Y esos Oratorios no podrían formarse también en cada parroquia?

  —Cómo no, se podría.

  —Oratorios parroquiales para formar a los muchachos, con catequesis y con deporte, con música, con teatro... ¿Qué le parece?

Yo me empilé con su sugerencia. Empezamos en la Colonia Luz en Mejicanos. Allí había una cancha de basket y con eso arrancamos. Pronto ya era una comunidad de cien muchachos.

  —¿Cuándo seguimos en otra parroquia? -Monseñor pasó a ser el impaciente-.

  —Ya tenemos regado el espíritu salesiano, ahora ya sólo es cuestión de tiempo.

Pero ahí tuvimos que quedarnos, no hubo tiempo para más. La represión nos cortó las alas.

( Francisco Román)

La Bernal es como un lunar de miseria en mitad de varias colonias de clase media. Está hundida en un hoyo y todo alrededor, urbanizaciones bien hechitas.

A la Bernal llegábamos como catequistas a trabajar. La iglesia era un galerón y se había ido formando allí una comunidad muy viva. Aquel año preparamos a unos treinta cipotes para que hicieran su primera comunión en la tarde del 24 de diciembre.

  —¿Por qué no invitamos a Monseñor Romero?

Los muchachos tuvieron la idea, que cada vez era más freceuente en todas las comunidades. Invitarlo era garantía de que viniera. Raro era cuando se negaba. Siempre hacía un tiempito para llegar a las celebraciones de las comunidades, y hasta a cumpleaños y piñatas se aparecía.

Llegó a la Bernal. Algunos no creyeron hasta verlo aparecer y escuchar el ruido del jeep. Por la misma pobreza del lugar. Después, la gente era hormiguero apiñado en el galerón para recibirlo y fue una estrujadera para saludarlo en persona.

Aún recuerdo las palabras con las que comenzó su homilía:

  —“Hoy trasladamos la cátedra desde Catedral hasta la Colonia Bernal. Para desde esta comunidad pequeña y pobre anunciar la buena noticia de la Navidad a toda la gran comunidad de El Salvador...”

Después de la misa y las primeras comuniones, preparamos dos mesas bien chulas, larguitas, con manteles hasta el suelo, blancos. En una, todos los niños que comulgaron, con Monseñor en la cabecera. En la otra, la comunidad. Se hicieron tamales.

  —¡Dos por boca! -decían las señoras que los repartían.

Uno de sal y otro de azúcar para cada quien. De repente, apareció de no sé dónde un niño, un cipote pequeñito, como de cuatro años, chuco chuco, pelito canche. Moqueando y descalzo. Se le acercó a Monseñor Romero por detrás y con el dedito mugriento le tiró de la sotana.

  —¿Querés...? -le preguntó Monseñor.

El bichito movió varias veces la cabeza. Que sí. Era pura tierra de sucio, todo chorreado. Monseñor lo alzó, se lo sentó en las piernas y empezó a darle de su tamal. El comía un bocado y el otro bocado para el niño. Uno para él, otro para el cipote, uno, otro, uno, otro... Así se comieron entre los dos los tamales de aquella Nochebuena.

( Guillermo Cuéllar)

Cuando me acompañé con un muchacho que había sido seminarista y que andaba metido en trabajo de comunidades, no dije nada en mi casa. Pero no por lo de ser seminarista sino que mis papás se oponían a todo: a que tuviera novio, a que me casara, a que me acompañara... Silencio, pues. Temía la bronca.

Cuando quedé embarazada y el muchacho se portó mal y me dejó, temí una regañada aún mayor y más muda decidí quedarme.

Pero a él sí, a él tenía que contárselo. Y ésa era la bronca que más temía: la de él.

Llevaba como diez años trabajándole, de secretaria y casi de ama de llaves, desde que había llegado a San Salvador de obispo auxiliar y luego en Santiago de María y ahora de arzobispo. Le había escrito cartas, todos los días le había ordenado su escritorio, su archivo, su cuarto de grabación, su ropa de cama... Le llevaba su agenda. Y el té de boldo a media mañana, que le gustaba tanto si andaba con nervios. Y la miel para la garganta, que se le irritaba de tanto predicar. Monseñor Romero era ya como mi papá. Y la bronca que yo más temía por andar panzona y sin marido era la de él.

Pero tenía que decírselo. Porque algunos ya sospechaban y le iban a ir con el chisme. O porque él mismo se iba a dar cuenta viéndome diario en la oficina. Pero, pues, cómo, de qué manera, cuándo se lo digo... ¿Cómo me atrevo, pues, con qué palabras, si no puedo, si me entra un telengue que se me anuda la lengua? ¿Cómo empiezo? Pero llevar sola aquel problema tampoco podía, porque él era mi papá y era mi confesor también. ¿Pero su regaño, cómo lo aguanto? Y no sólo me regañará sino que me botará del trabajo y me quedo desempleada y cómo le hago, donde consigo y yo y el cipote de indigentes sin pisto, sin padre, sin madre, sin chucho que nos ladre... ¡Ay Dios mío mi lindo! En la calle, cómo le vamos a hacer...

Pero tenía que decírselo. Le dí vueltas y vueltines no sé cuántos días en mi mente y por fin un día entré en pinganillas en su oficina con aquel juguito de naranja que le gustaba tomar a las diez de la mañana y mala de los nervios de tanto pensar y tanto temer.

  —Monseñor, su naranjada...

  —Qué bueno, pues, con esta gran calor. Sentate, Angelita, que quería decirte algunas cosas.

  —Yo también quería decirle, pero sola una cosa, Monseñor.

  —Vaya, pues, entonces ¡las damas primero!

Mi cuerpo era un temblido de cabeza a pies cuando empecé a contarle. Y todo le conté, de principio a fin, desde que había empezado a jalar con aquel seminarista hasta la panza que me había hecho y que ya empezaba a notarse...

  —...y en cinco meses nace, pues -yo llorando bastante.

Me quedó viendo y sonrió. Se estuvo así, callado, un rato que a mí me pareció tan largo como una hora entera.

  —No hay cuidado, Angelita, la primera vez se perdona.

  —¿Cómo dice, Monseñor...? -tan entuturutada estaba que ni le entendí.

  —Que no te aflijás, hija, que la primera vez se perdona. Ahora tenés que salir adelante con ese niño que va a nacer.

Me sonrió más, ¡y fui yo la que sentí que nacía de nuevo!

Desde ese día me apoyó en todo, como un papá preocupado. Le dijo a Silvia Arriola que me ayudara. Y varias veces salíamos juntas las dos a platicar. Le dijo a su hermana Zaida que me atendiera en algún lugar hasta que yo diera a luz. Le habló a mis papás para explicarles lo que pasaba y si ellos terminaron perdonándome fue por aquel abogado.

En el último mes me dijo:

  —Te tenés que ir a descansar, Angelita. No es que yo te esté corriendo, porque cuando ya te sintás bien, aquí siempre tenés tu trabajo y aquí te estaré esperando. Mejor, ¡los estaré esperando a los dos, a vos y al tierno!

Fue tierna. Claudia Guadalupe. Y le puse Guadalupe por ser el nombre de la mamá de Monseñor, para que así quedara en mi niña su memoria.

( Angela Morales)

19 de enero de 1979: toda la mañana se la pasó Octavio, lapicero en mano, redactando en el arzobispado las conclusiones de la Semana de Identidad Sacerdotal que habían celebrado más de setenta curas de la arquidiócesis. Cada vez todos tienen más claro que la identidad sacerdotal es la identificación con el pueblo.

Después de comer, Octavio se va a otra reunión. Preside Monseñor Romero. Ésta es sobre asuntos urgentes del seminario. De Octavio depende la orientación espiritual de los más jóvenes aspirantes a cura. Este año, veintisiete muchachos con su bachillerato recién terminado han pedido entrar al seminario. Cada día es más peligroso ser cura en El Salvador y cada día hay más solicitudes.

De allí, corre Octavio a la parroquia de San Antonio Abad a celebrar la eucaristía. Ya es noche cuando aparece por El Despertar, la casa de retiros del barrio. Desde las cinco de la tarde han ido llegando los que van a participar en el encuentro de iniciación cristiana que va a dirigir Octavio. Es viernes. Estarán hasta el domingo y son veintiocho muchachos.

Antes de acostarse, Octavio les da la primera charla. El tema, la homilía de Jesús en la sinagoga de Nazaret: “He venido a liberar a los oprimidos...” Después, la madre Chepita y Ana María preparan preguntas para la discusión por grupos del día siguiente. Se van a acostar ya muy tarde y a medianoche, después del alboroto que siempre arman en estos cursillos, todos están soñando.

20 de enero. A las seis de la mañana todos despiertan, la casa retiembla con estrépito. No es un derrumbe, como al principio creyó Ana María. Una tanqueta y un jeep militar entran botando las puertas en el patio central. Y vuelan balas. El ruidal da miedo.

  —¡Quebratelo, matalo! -es el grito que más se escucha.

En sólo cinco minutos termina el operativo militar. Cuando los cuilios sacan a empujones a los muchachos a medio vestir para meterlos en los carro-patrullas que rodean la casa, la madre Chepita se da cuenta. El cadáver de Octavio está tirado en el patio, con la cara aplastada, sobre un charco de sangre. Muy cerca, otros cuatro cuerpos agujereados por la metralla. Sólo más tarde supo de quiénes eran: Ángel, carpintero de 22 años, David y Roberto, estudiantes de 15, y Jorge, estudiante y electricista de 22.

Octavio Ortiz Luna tenía 34 años. Monseñor Romero lo conocía desde que era un cipote, seminarista allá en San Miguel. Octavio fue el primero de todos los sacerdotes salvadoreños a quien él le impuso sus manos de obispo para ordenarlo de cura.

( Comunidad de San Antonio Abad)

La Morgue Isidro Menéndez era famosa. Allí iban a parar todos los cadáveres que aparecían botados en las calles, en los cauces y en los basureros de San Salvador. Hubo tiempos en que eran seis, siete, ocho diarios. El camión de la basura los recogía y los iba a aventar allí hasta que llegaba alguien a reconocerlos. A veces nadie llegaba. Por temor a las represalias.

Allí fueron a botar al padre Octavio y a los cuatro muchachos después que la guardia los mató en El Despertar. La noticia corrió ligera por el barrio. Con Beto, mi papá, que era amigo de padre Octavio desde que yo era niña, fuimos a la morgue buscando a nuestros muertos.

Estaba totalmente militarizada la entrada. Monseñor Romero llegó a la par de nosotros y se metió de viaje, apremiado por el dolor.

  —¿A dónde están? ¡¿A dónde están?!

Ni lo pararon ni nada. Los guardias se quedaron viéndolo desde la puerta, curiosos de mirar al arzobispo entrando en aquel lugar de espectros. Nosotros pasamos detrás de él.

Era un fangal de sangre. Allí estaban los cinco, tirados por el suelo. Aún les manaban los hilos de sangre. Los rodeaban ya algunos de la comunidad que se nos adelantaron.

  —¿Dónde está Octavio?

  —Aquí, Monseñor, éste es -se lo señalaron.

No se le conocía. Todo el cuerpo aplastado, la cara desbaratada, como que no la tuviera. Tantas veces había visto yo a padre Octavio en mi casa, comiendo con mi papá... y no lograba reconocerlo.

Monseñor Romero se hincó en el suelo y le agarró aquella su cabeza destrozada.

  —No puede ser, éste no es él, no es él...

Se le volaban las lágrimas a Monseñor, como chineándolo, así, con todo su cariño.

  —Es que le apacharon la cabeza con la tanqueta, Monseñor.

  —No puedo creer que sean así de salvajes -decía él.

Los guardias se asomaban desde la puerta. Monseñor tenía toda su sotana enlodada de sangre y lloraba, con padre Octavio entre sus brazos.

  —Octavio, hijo, consumaste tu misión, cumpliste...

La Marichi llegó toda afligida.

  —¿No tiene usted cámara de fotos -le dijo Monseñor.

  —Aquí no, en casa.

  —¡Vaya a traerla y sáquemele fotos al padre Octavio con la cara así, como ellos se la dejaron.

Salió volada.

  —Despues procuren que le compongan bien su cara en la funeraria -nos pidió a nosotros-. Arreglen también a estos muchachos, también a ellos.

Y siguió en el suelo sin moverse, sin moverlo, sólo mirándolo.

  —Octavio, hijo...

( Carmen Elena Hernández)

Octavio fue el segundo de mis doce hijos. Con nosotros tejió hamacas y sembró la milpa, hasta que un día, cumplidos trece años, salió de la jaula para revolotear. Decidió entrar en el seminario de San Miguel, donde el padre Romero se encargaba de los muchachos que querían ser curas.

Cuando ya llegó a esta meta y yo miré a mi hijo tirado en el suelo, postrado ante el obispo, boca abajo, como se estila en la ceremonia de las ordenaciones sacerdotales, le dije a Exaltación, mi mujer:

  —Padre va a ser, pero parece que está difunto.

Cuando me lo mataron y lo vide tendido otra vez, me dije a mí mismo:

  —Lo vi antes y lo vuelvo a ver ahora.

Estos son los misterios que la vida encierra, pues.

Ya luego de hecho sacerdote, él quedó en San Salvador trabajando con las comunidades cristianas, que era lo que más deseaba.

El 20 de enero, el mismo día que lo mataron y a la misma hora, tomaba yo el bus en Cacaopera para venirlo a visitar a San Salvador.

  —Decile a Octavio -me dijo la Chón- que aparte un día para ir a Esquipulas a ver al Cristo.

Esa razón de su madre le traía yo, pero al llegar a Ilopango me di cuenta que nunca se la daría. Ya se escuchaba por las radios que me lo habían asesinado. Decían que eran todos guerrilleros, que los hallaron disparando con pistolas trepados en los techos donde fue su fin. Hablaban esa mentira. Pero el arma única que ellos andaban era una guitarra y la biblia. ¡Y eso calumniaban ellos que eran ametralladoras!

Llegué a Catedral ya noche, los cinco cadáveres los tenían allí.

  —Don Alejandro -me dijo Monseñor después de darme su abrazo de condolencia-, vamos a tener una reunión para ver cómo se va a hacer.

Él estaba abatido, pero en la disposición de decidir qué curso le dábamos al sepelio. En la reunión estaban él y el monseñor Modesto López, ellos dos por parte de la Iglesia. Por parte de la familia de Octavio éramos cinco, yo con mis hijas que vivían en Ilopango. Y por la comunidad de Mejicanos, donde Octavio trabajaba, eran muchísimos cristianos, ni los conté.

  —Nosotros quisierámos -dijo Monseñor Romero- dejar enterrado a Octavio mártir aquí en Catedral.

No me pareció mal.

  —Pero, ¿qué decís vos? -me preguntó Monseñor-. ¿Lo dejamos aquí o querés llevártelo a tu pueblo, al cementerio de allá?

Octavio era el único sacerdote que había surgido de Cacaopera. De Morazán creo que también el único. No me parecía mal enterrarlo allá, en la tierra donde él nació, donde tenía su ombligo.

  —No sé, Monseñor, no quiero decidirlo hasta que hable con su nana, pues. Es algo para pensarlo.

Entonces, los de las comunidades mostraron su inconformidad. Ellos como que ya lo tenían pensado y decidido.

  —¡Octavio estaba con nosotros y tiene que quedarse con nosotros!

Lo dijeron con el aplomo de un gran convencimiento.

  —¡Octavio no ha muerto, Octavio vive! Así decían. Aquellas cosas que sólo de oirlas nos dan ánimo. A mí me consolaron en mi aflicción.

  —¡Octavio se queda con nosotros! -remachaban con voz recia.

  —Mirá -me dijo Monseñor Romero-, ya ves que nosotros somos dos, ustedes son cinco ¡y ellos son muchos más! Podemos hablar toda la noche y no los vamos a convencer. Nos ganan, Alejandro. ¿Qué te parece? Mejor dejemos que Octavio se quede con ellos.

  —Vaya, pues.

Es que eran muchos y estaban bien organizados. Porque en ese mismo momento que Monseñor ya se acató a su deseo, salieron de allí mismo tres albañiles que ellos ya tenían listos para abrir las fosas en la iglesia de San Francisco Mejicanos.

En la medianoche Monseñor celebró una primera misa por Octavio y los muchachos. Estaban los papás y las mamás de los cuatro. Allí escuché al papá de Jorge Gómez, uno de los cipotes, decir algo que se anudó a mi mente:

  —Orgulloso estoy de que mi hijo diera su vida a la par de un profeta.

Octavio, mi hijo, un profeta... Los misterios que la vida encierra, pues, y los caminos que nos hace caminar Dios. Él fue el primer hijo que me mataron. Y a todos me los mataron después. A Angel en el 80, a Santos Angel y a Jesús en el 85 y a Ignacio en el 90. De modo que en esta lucha por un pueblo yo perdí a todos mis hijos varones. Me han quedado las hijas y los nietos. Y a un tierno lo hemos llamado Octavio, pensando que ese Tavito llegue algún día a sacerdote, pues.

( Alejandro Ortiz)

“El señor Presidente de la Republica ha dicho en México que no hay persecución a la Iglesia. El Señor Presidente acusó en México «crisis en la Iglesia a causa de clérigos tercermundistas». Denunció la predicación del arzobispo como una «predicación política» y dijo que «no tiene la espiritualidad que otros sacerdotes sí siguen predicando.» Dice que me estoy aprovechando de mi predicación para promover mi candidatura al Premio Nobel. ¡Qué tan vanidoso me cree! A la pregunta sobre si existen en El Salvador «las catorce familias», el Señor Presidente negó, que no existe nada de eso. Como también negó que existieran desaparecidos y reos políticos.

¡Pero aquí en Catedral se está evidenciando lo mentiroso que es! Un sacerdote asesinado por la guardia nacional y cuatro jovencitos más murieron con él... Señor, hoy nuestra conversación y nuestra fe se apoya en estos personajes que están allí, en los ataúdes. Son los mensajeros de la realidad de nuestro pueblo y de las aspiraciones nobles de la Iglesia.

Mira, Señor, esta muchedumbre reunida en tu catedral. Es la plegaria de un pueblo que gime, que llora, pero que no desespera, porque sabe que Cristo no miente.”

( Homilía en el entierro de Octavio Ortiz y los cuatro muchachos asesinados, 22 enero 1979)

Aún llorábamos. No había sido de menos el gran asesinato que había sucedido entre nosotros en El Despertar. Monseñor Romero vino a visitar nuestra comunidad al cumplirse el mes.

  —No podemos llamarle un fracaso a la muerte de Octavio -nos repetía él-. Porque Octavio va a vivir en ustedes y en el trabajo que ustedes hagan. Sólo se muere lo que se olvida.

Siguió la vida y no olvidábamos.

El Despertar es un edificio grande, galán, hasta terreno cultivado con mangos de clase tiene. Para encuentros y reuniones cristianas se ocupó siempre. Pero después de la gran masacre que allí hubo, en aquel edificio se empezaron a hacer reuniones... de las del pueblo. Con el fin de continuar la lucha del pueblo, pues. Alguna gente se asustó, algotros ni se enteraron. Por lo delicadas, esas reuniones eran escondiditas. Los jóvenes que se estaban reuniendo allí decían sus razones:

  —Si a Octavio lo encontraron con la biblia en la mano, ¡a nosotros nos van a encontrar con otra cosa! Y nos vamos a defender.

Los asustados pensaron en ir donde Monseñor Romero a contarle de estas reuniones. Yo, que siempre andaba metida en el consejo parroquial, me les uní.

  —Mire, Monseñor -le dijeron en la visita-, los muchachos están ocupando ese edificio, que es casa parroquial, para reuniones de otros fines. ¿Usted entiende, verdad?

  —Ellos dicen que ahora sí se van a defender.

  —Eso es un peligro para ellos y también para todo el barrio.

Lo que querían era que Monseñor Romero, con toda su autoridad, prohibiera las reuniones, las cortara. Mas sin embargo, lo que cortó fue la queja:

  —A cada quien según su capacidad -nos dijo-. Si esos muchachos están aptos para defenderse, que se defiendan.

  —¡Pero, Monseñor...!

  —Si ustedes no tienen esa capacidad, trabajen por el pueblo de otra manera, que también puede ser muy valiosa.

Diciendo así cortó la inconformidad de los agüevados. Pero dijo más:

  —Nosotros ni somos ciegos ni somos sordos. El ejército tiene sus cuarteles, tiene sus locales donde se reúnen para hacer sus planes de atropello. Y el pueblo pobre no tiene dónde congregarse. Si estos jóvenes han encontrado esa casa buena para reunirse, no se lo vamos a impedir. ¿A dónde van a ir si no?

( Adela Guerra)