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“Ya el hacha esta puesta al tronco del árbol, ya Cristo está aventando su cosecha, como cuando se saca el café. En la piladera queda revuelto el café con la basura y avientan al viento para que se quite la basura y se quede el grano de café. Así será el juicio final, como una gran aventazón, como un viento tempestuoso. Por eso, hermanos, cuando la Iglesia predica hoy contra la injusticia, contra el abuso del poder, contra los atropellos, les está diciendo: conviértanse, hagan a tiempo penitencia, conviértanse, que Dios los está esperando”.
( Homilía, 5 diciembre 1977)
Cada día lo que él decía era lo que nos daba vida. Sus homilías eran lo más esperado de la semana. Yo trabajaba en las comunidades de San Ramón y el día domingo salía de mi casa a pie hasta Catedral. Y no necesitaba llevar radio para oir su homilía, porque la iba oyendo en todo el camino. No había casa que no tuviera prendido su radio escuchándolo a él. ¡Toda mi ruta era homilía! Como si hubiera una cadena de radio, una sola emisora.
( Martina Guzmán)
Aquel domingo un poco de bolitos pateros estaban agrupados en una esquina. Tenía yo mi camino entre aquellos borrachitos y pensé: capaz que éstos anden ahora de pleitistos y me van a atrasar y no llego a escuchar ni un poquito de homilía. Pasé esquivándolos y ¡ay, mi Dios, si ellos estaban en la misma que yo! Tenían un radio colgado de un palo de mango en un patio y pegados estaban de la homilía.
—¡Cachimbón este obispo! -gritaba el que andaba más borrachito.
Y el resto aplaudía cuando en Catedral aplaudían a Monseñor.
( Rufina García)
¡Más que el fútbol, vos! Que para esa homilía, con todo y lo larguísima que Monseñor la hacía, se prendía más gente de la radio que para el futbol, vos. Y quien la escuchaba, ya estaba conocido de todo lo del cielo y lo de la tierra. Porque aquellas homilías no eran sólo catecismo, eran un periódico. Y escuché decir que en otros países del mundo se conocía de lo que pasaba aquí en El Salvador por las palabras de sus homilías. No me lo crea, pues, pero no miento. Nunca se había visto nada igual. Y si por un casual no la habías podido escuchar, las vendían en Catedral y en las parroquias a diez centavos en unos papelitos doblados.
( Orestes Argueta)
Llegué al semáforo: rojo. Paré. Llevaba prendido el radio del carro escuchando la homilía, cuando me doy cuenta que se para a mi lado, esperando la verde, un carro-patrulla de la Policía. Apagué el radio volando. Pero no perdí ni el hilo, ni siquiera una palabra. Pude seguir escuchando a Monseñor ¡porque los policías también llevaban prendido el radio en la homilía!
( Rogelio Pedraz)
Mi entusiasmo era de andar y de oirlo, porque tan lindo que predicaba que yo nunca me cansé. De aquí de Antiguo Cuzcatlán me iba a La Ceiba y de ahí a Catedral. Lo que fuera de caminar o de buses sólo por oirlo a él.
¡Y esa Catedral se llenaba! Eran concurrencias. Había gente que sólo lo escuchaba por radio y dudaba de que fueran aplausos verdaderos los que se oían. Rumoreaban que eran discos que ponían. ¡Pero eran aplausos ciertos! Yo le decía a esos dudosos, que nunca faltan:
—No hay culebra de pelo ni chapulín de plata. Para saber hay que tocar con la mano y escuchar con la oreja. Y hay que caminar para toparse con la verdad y que no te cuenten cuentos.
Yo no lo iba a contar si sólo lo escuchaba por radio. Por eso me iba a Catedral a convivir aquella alegría.
( Ernestina Rivera)
—¿Qué le pareció la homilía?
Esa pregunta era clásica en Monseñor Romero, el lunes más que todo. Me la hacía a mí, a sus secretarias, a don Eduardito, al chofer, a la señora del cafetín, ¡a quien fuera y asomara, que opinara!
—¿Qué le pareció, pues?
—Para mi gusto un poco larga, Monseñor, ¡pero tan linda!
—¿Ah, la sintió larga? Pero la gente allí se miraba bien contenta.
—No lo dudo, pero piense que una cosa es en Catedral, pero si estoy en casa y tengo algo que hacer, no me queda de otra que apagar el radio...
En las reuniones que teníamos con él yo lo había observado siempre tan humilde, tan sin imponernos nada, a veces como tan dependiendo de nosotros, que un día en que me preguntaba de la homilía, se lo solté.
—Tan calmo que yo lo veo, Monseñor, y cuando después lo oigo en Catedral, siento que usted cambia totalmente. Hasta en la entonación de la voz. Una seguridad, una fuerza ¡y no creo que sea efecto del micrófono!
—¿Usted lo siente así?
—Mire, es como si usted fuera dos personas: la de todos los días y la de las homilías de Catedral.
Se quedó pensándosela, se rascó aquel su pelo tan cortito que llevaba y me dijo:
—Fíjese que ya varias personas me han dicho eso mismo.
( Coralia Godoy)
“Yo creo, hermanos, que hay mucho de pecado y que la Iglesia tiene que decirle a la sociedad salvadoreña que no idolatre, que se convierta al verdadero Dios. Analicen ustedes mismos estas noticias.
En la comunidad de Aguilares ha habido cosas muy feas. Yo pedí informes de aquella parroquia y es espeluznante cuando me dicen que desde mayo se vienen contando muertos, que han sido capturados por los cuerpos de seguridad y han desaparecido.
Pero lo grande son los cateos del 20 de julio. Un operativo combinado de Guardia Nacional, Policía de Hacienda y soldados se tomaron Valle Nuevo, Tres Ceibas, Buena Vista, Loma de Ramos, Mirandilla y El Zapote. En Tres Ceibas derribaron y quemaron la casa de la antigua escuela, quemaron la casa de la señora Luz Rivera viuda de Calles, a Pedro Dolores Rivera lo atacaron, lo golpearon y le quemaron los pies. Golpearon a Mariano Canales y a Osmaro Contreras. Intentaron quemar la casa de Bernardina Carrera, obligándola a sacar todo y como estaba embarazada le dijeron que por eso no le quitaban la vida también.
Después, el 15 de agosto, a las dos de la tarde, entraron a Tres Ceibas, llevaban cuatro camiones de Guardia Nacional y soldados, una máquina de abrir calles, una unidad de Cruz Roja con personal médico. Dicen que no han llegado en forma violenta, imparten un cursillo cívico, dan medicinas, se ha prohibido toda clase de reuniones y de las seis de la tarde en adelante no se puede andar fuera de casa. Dijeron que van a estar unos veintidós días.
El viernes 17 por la noche detonaron bombas en la parte alta y han estado vigilando todos aquellos montes donde duermen pobres campesinos que no tienen seguridad de ir a sus casas. Es divertido: se presentan como bienhechores llevando medicinas y haciendo obras de cultura, mientras por otro lado matan, asesinan y golpean”.
( Homilía, 26 agosto 1979)
Por ver si era cierto lo que contaban, por eso fui a escuchar su homilía. Comprobé que el fenómeno era auténtico. Como especialista en comunicación, eso fue lo que más me sorprendió.
De su palabra estaba pendiente todo aquel paisito. El se fue convirtiendo en la única voz que en El Salvador podía plantear una propuesta distinta. Y la gente lo entendió.
Aquel domingo, después de escucharle una larga prédica teológica, que yo sentí bastante conceptual y abstracta y hasta estructurada en categorías muy tradicionales, pero que la gente seguía con total atención, llegó el momento que todos esperaban: aquella especie de noticiero en el que Monseñor Romero, con toda la autoridad que tenía y todos le reconocían, comentaba lo que había pasado durante la semana.
Me pareció el experimentado locutor de un informativo nacional. Excepcional en su estilo. Popular. Y cuando en medio de denuncias de violaciones a los derechos humanos, de hechos de sangre y de declaraciones, lanzaba una propuesta o una orientación, arrancaba del público grandes aplausos, sinceros aplausos.
Nunca había yo asistido ni volví nunca a asistir a una misa que estuviera permanentemente rubricada por las ovaciones del pueblo. Lograba una completa comunicación con la gente.
( Mario Kaplún)
No daba ninguna noticia en sus homilías que no supiera de cierto, que no tuviera bien comprobada. Era de esos que quieren pruebas fidedignas. Siempre andaba buscando datos precisos antes de salir con cualquier denuncia o con cualquier información. Pero Monseñor Romero medía estos asuntos con dos varas.
Llegaba un cura, un seminarista, una monja, un alguien con rango de Iglesia a contarle:
—Mire, Monseñor, en Aguilares capturaron a cinco personas de una misma familia y están desaparecidos y creemos que los llevaron a...
—¿Lo sabés directamente? -inquiría él-. ¿Vos lo viste? ¿Vos estabas allí?
Y si le decía que no, que Fulano o Zutano se lo habían contado...
—Mejor pasá toda la información que tengás a Socorro Jurídico para que ellos vayan y la confirmen.
Pero si cualquier viejita llegaba donde él llorando...
—Monseñor, me mataron a mi hija, mire, llegaron a medianoche y me la dejaron macheteada en el monte, la acusaban de comunista...
Inmediatamente él tomaba el nombre, el lugar, los datos y denunciaba el caso. El llanto de la señora le bastaba y le sobraba como prueba fidedigna. No se iba con chambres, pero en llorando la gente, no dudaba y con la gente se iba.
( Juan Bosco)
—Invíteme a comer frijolitos -me decía a veces Monseñor Romero.
Le invitábamos. Mi mamá era la que más gozaba cuando él llegaba a cenar. Viuda muy joven, con nosotras dos todavía muy chiquitas, mi mamá decidió enfrentar la vida ella sola, sin mendigarle nada a mis aristocráticas tías abuelas.
—¡Ni muerta les pido un céntimo ni para el cajón!
Independiente, pues. Y batalladora. Intima con la Niña Meches, la mamá de Guillermo Ungo, las dos pasaban discutiendo con otras señoras, siempre en defensa de Monseñor Romero. ¡A capa y espada en cruzada por él! Hicieron de esto cuestión de honor.
Una noche que llegó Monseñor Romero a cenar aquellos sus frijolitos que le encantaban, mi mamá le contó de sus aventuras:
—Imagínese, Monseñor, que el otro día vino una amiga toda escandalizada a explicarme que los documentos de Medellín eran algo malísimo y prohibidísimo porque en ellos dice que la Virgen María tuvo otros hijos más, no sólo Jesús.
—¿Y usted que le contestó, Niña Mila? -le preguntó Monseñor con bastante curiosidad.
—¿Yo? Yo le dije que yo no había leído los documentos de Medellín, pero que si acaso eso decían, me parecía requetebien. ¡Porque perfecto derecho tenía la Virgen María a tener más hijos, porque ella estaba casada le-gí-ti-ma-men-te con su esposo San José!
Monseñor se tiró la carcajada.
—Buena respuesta, Niña Mila. Les calló la boca, pues.
—Y a usted, Monseñor, ¿le molestan mucho esas viejas chambrosas?
—Algo molestan, sí.
—Pues no les ponga atención. Y alégueles. Ya verá que sólo son pura plata y usted rasca y resultan unas grandes ignorantes, que no saben de Medellín ni de nada. ¿Sabe lo que yo hago cuando me llegan diciendo: ¿Ya oíste lo que dijo el obispo en la homilía, puro comunismo? Pues yo les digo: ¿Y ya leíste lo que dijo la Virgen María en la Magnífica, que es todavía más puro comunismo? ¡Y se tienen que callar! ¡Es que ni la Magnífica conocen esas viejas!
Alabando estas teologías de mi mama sobre la Virgen María habló Monseñor Romero unos domingos después en su homilía. Y la gente lo aplaudió.
( Ana María Godoy)
Al principio, la presencia de Monseñor Romero era más que su palabra. Después, poco a poco fue más y más su palabra.
Algo fui yo a hacer un día al arzobispado, ya no me acuerdo qué, y en mitad de una reunión de curas que estaban con él, unos campesinos llegaron llevándole de regalo unas gallinas. Me dio risa porque allí las tenía el hombre, metidas debajo de la mesa y cacareaban y se le salían y él las agarraba por las plumas y las volvía a meter y se volvían a escapar. Me resultó divertido aquel relajo.
Después que terminó la reunión, nos vimos en un pasillo.
—Muy bien, Monseñor, muy bien su homilía de ayer -lo saludé.
—Ay, padre -me dice con miedo-, qué dijimos, qué dijimos...
—Que no, Monseñor, de veras que estuvo usted muy bien.
—Pero, ¿qué va a pasar ahora?
Como asustado de lo que él mismo había dicho. Y con el susto le entraba aquella su maña: se metía el dedo índice en el cuello de la sotana y para allá y para acá y dale y dale...
Era cobarde y él lo sabía. Era profeta y no lo sabía.
( Carlos Cabarrús)
“Yo no sería predicador de la palabra de Dios si no tuviera en cuenta que este domingo de abril de 1978 tiene un marco tan trágico, donde necesitamos que sobre estas sombras de sangre, de dolor, de depresión, de desolación, se destaque la bella figura del Buen Pastor.
No comprenderíamos toda la ternura de Cristo en esta hora de El Salvador si no tuviéramos en cuenta qué es esta hora. ¿Y qué es esta hora de El Salvador? Parece mentira, qué densa es nuestra historia, hermanos, domingo a domingo.
Cuando terminamos un domingo, yo pienso: y el otro domingo, ¿qué voy a decir si ya lo dije todo? Y sin embargo, viene otro domingo y trae tanta historia, tanta densidad de historia... De veras, vivimos una patria, una hora, en que somos protagonistas de cosas muy decisivas”.
( Homilía, 16 abril 1978)
Me entró el gusanito de ser cura. Me lo metieron en el cuerpo aquellas homilías de Monseñor Romero, que las escuchabas y te encendían. A mí me ponían a todo mil.
—Esto de cura es demasiado para vos, ¡para vos que sos un mundano vago! -me decía Chepito-. El que nace pa’maceta no pasa del corredor, hombré.
Bueno, pues, me ponía a cavilar. Pero luego escuchaba otra homilía, con aquellas denuncias tan vergonas y me volvía la onda de meterme yo a ser cura. Para lanzar yo también algún día las grandes palabreadas contra los ricos y contra tanta injusticia y tanto atropello ¡y cambiar todo El Salvador y hacer un país sin ni un solo pobre, pues!
Cada homilía que le escuchaba a Monseñor, con aquella su fuerza, me convencía más el hombre. Llegar a ser un cura así, valiente, de ñeque como él, era lo máximo que yo me podía imaginar en el universo mundo. ¡Así que me voy!
—¡¿Te vas?!
Me fui. Agarré mis tanates y le dije hasta más nunca a la escuela de agricultura dirigida por militares en donde estudiaba becado. Y me metí al seminario.
—Al menos probar, pues -les pedí a los padres directores de allí.
Me aceptaron por el entusiasmo y empecé a probar.
En la mañana nos tocaba hacer aseo de aquel gran edifición. Nos ponían a barrer con las grandes escobotas y con unos lampazones inmensos y había que sacarle brillo a aquellos corredores largos como vías de tren. Un día iba yo con ese chunchón de lampazo ¡ssssss! para allá, ¡sssss! para acá, para acá, para allá, chaineando el corredor que pasa frente a la capillita en el piso de arriba, y al pasar miré que tan temprano ya había un cura rezando en las primeras bancas. Íngrimo estaba, de rodillas.
Seguí por el corredor, ¡fan! para acá, ¡fan! para allá, y al rato, que ya casi lo tenía pulido, aquel hombre todavía rezando. ¡Y ni se mueve el maje! Agarré para otro corredor y ya le tenía sacado el brillo cuando volví a asomarme a la capilla. ¡Ahí hincado! ¿Y qué hará rezando tanto ese curita, pues? Pasó otro cuarto de hora y comprobé que ahí proseguía. ¿Y qué tanto rezo? ¿Y es que con tanto burumbumbún que hay en este país solo va a ser rezar? ¡Que aprenda ese rezador de Monseñor Romero, que tiene fuego en el corazón y en las palabras y que no anda perdiendo el tiempo! ¿O es que no oyó la canción, que no basta rezar? ¡Pues que oiga las homilías!
Yo arrecho con aquel rezador desconocido. Si no sale, me meto ya a lampacear la capilla. Por el aseo y por ver si es que andaba dormido.
Por fin entré. ¡Ssssss! para acá, ¡ssssss! para allá, sacando brillo con el lampazo. Quería pesquisar al tipo para contarle a los demás en el desayuno.
Lampazo arriba, lampazo abajo, me fui acercando a aquel totoposte... Lo miré de abajo a arriba: era Monseñor Romero.
Ni se movió. Y cuando me salí de la capilla, siguió hincado, rezando. Salí con la masa desinflada y el lampazo al hombro, como una escopeta ya sin pólvora.
( Juan José Ramírez)
Con la niña refugito íbamos para el ecumenismo. Era una cosa nueva, nunca habíamos visto eso en El Salvador. Monseñor Romero comenzó a hacer seguido unas llamadas reuniones ecuménicas, que hasta entonces no las conocíamos.
Una vez los católicos íbamos al culto de ellos y allí predicaba Monseñor su homilía y también la suya el protestante. Y cómo aplaudía la gente a los dos. Escuchándolos veíamos el gran parecido en el mensaje.
—Las costumbres del hombre trastornaron la religión -le platicaba yo a la Niña Refugito- y ahora estamos viendo que las homilías de ellos dos parecen dos gotas de un mismo café.
La siguiente vez, ellos, los protestantes, estaban reunidos con nosotros en Catedral, que se llenaba del gran gentío, y nosotros felices.
—¡Primero Dios ya se van a unir, ya nos vamos uniendo!
Y la siguiente vez, más gente. ¡Y ya ni cabíamos en las capillas de ellos! No sé yo la razón, pero las casas de oración de los protestantes, las que ocupan para sus cultos, son lugares chimirringos. No como Catedral, que cabían las tendaladas.
Una vez donde ellos, otra vez donde nosotros, una vez donde nosotros y la siguiente donde ellos. ¡Y cada vez más gentiales en aquel ecumenismo! Y era otro mundo donde se soñaba la unión de todos.
Con una señora que era testiga de Jehová y que vendía pescado y mucho llegaba por mi casa hablábamos de ese ecumenismo, pues. Y al vernos platicando en amistad a las dos de los asuntos religiosos, me preguntaba mi esposo:
—¿Cómo es eso, vos con ella? ¿Es que ahora se mezcla el sebo con la manteca?
—Pero, ¿no ves, hombre, que ahora todo es masa para un mismo guiso? Todos estamos despertando a la par con la palabra de Monseñor Romero.
( Ernestina Rivera)
Con los diez kilos de potencia que tenía la YSAX cubríamos casi todo el país, así que las homilías de Monseñor Romero llegaban a cualquier oreja que quisiera oirlas. Pronto fue el programa de más audiencia nacional. Monseñor vivía pendiente. Si alguna vez no le volvíamos a repetir el lunes la homilía del domingo, venía enseguida a reclamarnos.
—¡No se le pasa una a usted!
—Es que estoy chequeándolos todo el tiempo.
Y era así. El más fiel oyente de nuestra emisora -de la suya, pues- era él mismo.
El le ponía tanto interés a las homilías, las preparaba tanto, que se me ocurrió que el mejor regalo para su cumpleaños sería aquel. Le grabé todas las homilías de su primer año y medio de arzobispo, las ordené en casetes nuevos y se las metí en una cajita de madera muy chula que un carpintero me quiso hacer de gratis porque era un obsequio para él.
—Tenga, Monseñor, para que se escuche cuando sea viejo.
Le gustó bastante, me celebró la idea y miré que acomodaba la cajita en su oficina en lugar de honor. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando me di cuenta que de inmediato empezó a usar todos aquellos casetes para grabar encima otros programas, para sus famosas entrevistas de los miércoles o para cualquier otro asunto. Echaba mano de ellos, los desordenaba ¡y me los borraba! Se borraba él mismo.
No volví a rehacerle la colección. Tampoco él me lo pidió.
( Rogelio Pedraz)
Dicen que dicen... que el congresista demócrata de Estados Unidos, Tom Harkin, de paso por El Salvador, fue a la misa del domingo en Catedral. No se cabía de gente.
Le conmovió la piedad del pobrerío y la homilía del arzobispo. Pero lo que más tocó el corazón del gringo fue lo desbaratada que estaba Catedral.
Sin pintura, a medio levantar, llena de andamios y remiendos. Los pájaros volaban dentro del templo, entraban por las ventanas quebradas y salían por los marcos vacíos de puertas inexistentes. Entraban y salían los pájaros.
—Este templo no dar buena impresión -se lamentó Harkin-. ¿Es que Monseñor Romero no cuida su sede?
—Monseñor Romero está al cuido de otros.
Le contaron entonces que cuando Monseñor llegó al arzobispado inició un plan para reconstruir Catedral, pero que pronto cambió de opinión.
—Lo primero no es esto -dijo convencido.
Para Monseñor lo primero es la gente. Y por eso dijo que Catedral se quedaría así, a medias, como un monumento a la gente que no tiene ni techo ni tierra, ni pan ni paz.
Cada vez llegaba más gente a las misas de ocho en Catedral. Y hasta había que poner parlantes fuera porque el parque también se repletaba. ¡Y más, porque El Salvador entero estaba oyendo la homilía por la radio!
—Lo más difícil es después de la misa, acabo agotado -me comentó alguna vez Monseñor.
Y es que él se puso la costumbre de salirse a la puerta de Catedral a saludar a todos. ¡Y como todos eran tantos! Todo mundo quería tocarlo, abrazarlo, entregarle flores o plata o cualquier regalito, darle la mano, ofrecerle a los niños para que los chineara un segundo, besarle el anillo. Llegaba el mediodía, el gran calorón y seguía la estrujadera de gente.
A veces los curas que concelebrábamos la misa salíamos también a la puerta y nos quedábamos para recibirle las cositas que le llevaban. Aquel domingo me quedé yo. Después de un rato, vi venir abriéndose campo en aquel molote a una ancianita de más de ochenta años. Se acercó a mí.
—Padre, fíjese cómo está de gente, creo que no alcanzo a llegar donde Monseñor.
Me acordé del evangelio, de los que no alcanzaban a ver a Jesús, zampado en muchedumbres como aquella.
—¿Y qué quería usted, señora?
—Es que le traigo un regalo.
—Si gusta, yo se lo puedo dar a Monseñor.
—Vaya, pues.
Y la viejita sacó de una bolsita de papel regastado que llevaba guardada en el delantal... un huevo.
—Se lo voy a dar, cómo no.
—Espere... Tengo más.
Sacó de la bolsa... otro huevo. ¡Dios me asista y no siga sacando huevos la señora!, pensé yo.
—No pase cuidado, señora, yo se los doy.
—Espere, espere...
Metió otra vez la mano y sacó ahora de su bolsita pilinche un billete todo arrugado... de un colón. Cuarenta centavos de dólar entonces.
—Éste también es para Monseñor.
—Muchas gracias, señora, no se aflija, que esto le llega a sus manos.
—¡Primero Dios!
Me empecé a fijar más en ella y la vi tan pobre, tan ancianita, que la aparté para darle conversación. Era una forma de agradecerle.
—Y dígame, ¿cómo se llama usted?
—Remedios.
—¿Y de dónde viene?
—De Nuevo Edén de San Juan.
¡De allá! Vigen pura, de allá, pegado a Honduras, que tenía que bajar a Ciudad Barrios para buscar la carretera de San Miguel y luego hasta San Salvador... Calculé unos cien kilómetros.
—Pero, Niña Remedios, sólo el pasaje de autobús le costó más que lo que le trae a Monseñor Romero de regalo.
—No, no, porque yo llegué a San Salvador con mis caites.
—¿A pie?
—A pie, sí.
Platicamos unas cuantas palabritas más y se fue dichosa. Seguro que regresó también a pie. Con ochenta años a la espalda.
Ese domingo, entre aquella multitud que no menguaba, ya no le di a Monseñor ni el colón ni los dos huevos. Al final, nunca llegué a dárselos, ni sé qué los hice, tan nadita eran. Pero un día sí le conté de la viejita. Y en la siguiente misa que él celebró le agradeció por su nombre a la señora. En Nuevo Edén de San Juan, allá por el río Torola, seguro que doña Remedios lo escuchó y seguro que sus pies y su corazón se alegraron. Tal vez tanto como los de aquel anciano Simeón, el del evangelio, cuando deseó descansar porque había visto cumplidos sus sueños.
( Antonio Fernández Ibáñez)
“A la iglesia le duele que haya gente idolatrando el dinero y dé la esplalda a Dios, porque está en camino de perdición. Se van a condenar. Dirán: eso está muy lejos, es aquí donde se goza la vida. Se parecen a los niños cuando se les pregunta: ¿qué es más grande, la luna o el volcán de San Salvador? Y al mirarlo tan cerca al volcán, lo ven más grande y dicen: más grande es el volcán. Y como la luna está tan lejos, no derivan de la distancia que es inmensamente más grande. Así sucede también con esta miopía de los ricos”.
( Homilía, 18 septiembre 1977)
Los ricos lo detestaron. Eran oprobios contra él. Llegó a tanto que ya ni podías ir a un té o a una canasta o a una cena si es que vos apreciabas a Monseñor Romero, porque era sólo a escuchar injurias contra él, calumnias. Y como era gente de ésas que te hace cien libros de una calumnia y ni una página de cien verdades, era a sufrir. Además, ¿te ibas a llevar ese pecado de prestarles oído? Mejor no ir a nada.
Yo tenía una amiga de familia de mucho dinero. Una mujer de empresa, pero que quería a Monseñor Romero. La pobre estaba dividida y le tocaba moverse entre los vituperios.
—Monseñor -le pedía ella, seguramente cuando ya estaba harta de escuchar insultos-, mejor no sea tan directo en lo que predica, tal vez si pone usted un poquito de cuidado...
—Pero si yo no menciono a ninguna familia ni estoy hiriendo a nadie personalmente. Yo digo lo que dice el evangelio y en el evangelio no hay dónde perderse.
Y la pobre, seguía en su esquizofrenia. Un día yo le pregunté a Monseñor:
—¿Y usted ha tratado de ir a hablar con estos ricos de cabeza dura?
—Pues sí, ya he ido varias veces a las parroquias que ellos frecuentan. He intentado un acercamiento, porque no tengo nada personal contra ellos.
—¿Y qué?
—Que se ríen de mí, se burlan de lo que les digo, les caigo mal. Entonces, que sigan riendo. Esperemos que en el camino se arreglen las cargas, yo no puedo hacer nada más.
En una reunión en donde estábamos amigas de todos los colores, fue una la que supo poner el dedo en la llaga.
—Mirá -me soltó-, yo te acepto que tú quieras tanto a tu Monseñor Romero, pero no me pidás a mí lo mismo. Porque niña, yo no sé si ese señor será comunista, pero se pasa atacando las riquezas. ¡Y yo soy rica! ¡Entonces, me está atacando a mí todo el tiempo! ¡No hay dónde perderse! ¡Ahí quedátelo vos!
( Coralia Godoy)
“Siempre que se predica la verdad contra las injusticias, contra los abusos, contra los atropellos, la verdad tiene que doler. Ya les dije un día la comparación sencilla del campesino. Me dijo: Monseñor, cuando uno mete la mano en una olla de agua con sal, si la mano está sana no le sucede nada, pero si tiene una heridita, ¡ay! ahí duele. La Iglesia es la sal del mundo y naturalmente donde hay heridas tiene que arder esa sal...”
Sólo verdades eran sus homilías. Por eso el ansia de escucharlas. En cuantito yo hacía el desayuno lo alistaba todo para poder sentarme.
—No me gusta oirla de largo, sino sentada, para entenderla del cabo al rabo -le decía yo a mi comadre.
A mi esposo Pablo le gustaba así también, sentado. Madrugaba el domingo a traer la leña y estar desocupado a la hora de la homilía y poder sentarse. A veces llegaban a mi casa Chita, una cipota y otra señora, Marta, y un señor Toño, que no tenían radio. Algotros más cuando se les gastaban las baterías.
Uno de pobre se siente olvidado. Con las homilías ya no. Apreciábamos que Monseñor era como un padre que estaba siempre viendo por nosotros. Después de escucharlo tanto, yo lo que deseaba era conocerlo personalmente.
—¿Cómo será su cara? -decíamos varios vecinos, porque sólo sabíamos cómo era su voz.
Para la fiesta de San Juan Bautista llegó un rumor por todos los cantones.
—¡Va a llegar Monseñor Romero a celebrar la misa del patrón de Chalate!
Todo mundo salió para poder conocerlo personalmente. De todas partes se dejaron venir. ¡Eh! Ahí usted veía a gentes de Minas, El Jícaro, La Ceiba, La Cuesta, Ojos de Agua, Los Ranchos, Potonico, Las Mercedes, Azacualpa, Upatoro, Guarjila... Ni le podría acabar de decir. Yo me puse mi vestido mejor, uno de ojitos, azul celeste. Y todos lo mismo, sacaron la ropa más galana que tenían. Nunca se volvió a mirar tan llena la iglesia. Cantamos, mucha reventazón de pólvora, una misa alegre. ¿Su cara? Me pareció no tan vieja, como talladita en semilla de copinol.
Pero lo de más alegría fue al regresar a nuestro cantón. Una señora, la doña Brígida, tuvo la idea.
—¿Qué dicen ustedes? ¿Sería una suerte que Monseñor Romero llegara también acá donde nosotros?
—¡Sería muy bueno! -dijimos todos.
—¡Vergonísimo! -dijo Fabián, que siempre fue mal hablado.
Empezamos a preparar las condiciones para que llegara a nuestro vallecito de cuarenta casas. Y para mientras, le seguimos escuchando sus homilías.
( María Otilia Núñez)
—Monseñor, ¡hay que publicar sus homilías!
—Ni lo diga ni se lo imagine -me contestó, como si le hubiera dicho un pecado.
—Monseñor, las palabras se las lleva el viento, hay que tenerlas por escrito.
—Hablar es más barato, publicar cuesta mucho dinero. ¡Así que olvídelo!
Fue tan machetón que me fui corrida. No lo olvidé, pero no le quise volver a mentar el tema. En una ocasión, Isabel y Silvia, sus secretarias, se engriparon a la par y Monseñor andaba afligido porque eran cerros de correo por abrir y clasificar y contestar. Nos repartieron la correspondencia entre varios y a mí me tocó un buen tanto. Para mi dicha, en todas las cartas que iba abriendo, venían saludos para Monseñor, noticias de las comunidades y una misma petición:
—“Quisiéramos tener su homilía escrita para leerla y reflexionarla juntos...”
Salí volada con el montón de cartas para su oficina:
—¡Aquí está el pueblo! -y se las puse sobre el escritorio.
Me miró perplejo.
—¡No soy yo la única, es el pueblo! Lea, lea...
Fue mirando algunas por encimita, pero no decía nada.
—Eso cuesta mucho dinero.
—Ni tanto, ya verá. ¡Hagámoslo y después sacamos cuentas!
A fines del 78 Monseñor se decidió:
—Vamos a enviar mis saludos de Navidad con la homilía de este primer domingo de adviento. Así publicamos la primera. ¿Qué le parece?
—¡Que nunca hay primera sin segunda!
La mandó a sus amigos y a las comunidades como regalo, dedicadas por él: “Soy el primero -escribió entonces- en reconocer las deficiencias de este ministerio de la Palabra que trato de cumplir en mi Catedral todos los domingos y mucho más reconozco la pérdida de interés que puede significar esta versión escrita de la enseñanza oral dada en un momento histórico y en el marco vivo de una Catedral palpitante de vida y oración...”
Después ya se hizo costumbre transcribirle todas sus homilías al día siguiente de decirlas él. Comenzamos a publicarlas en el semanario Orientación. Hoy ya son varios tomos.
( María Julia Hernández)
Eran algo colectivo, con participación en la ida y en la vuelta. Porque Monseñor Romero planeaba sus homilías siempre en comunidad, en grupo. Y porque aquellos aplausos de la comunidad que le escuchaba eran como el visto bueno. Era un circuito, pues.
Se reunía semanalmente varias horas con un equipo de curas y de laicos para reflexionar sobre la situación del país y después, él metía toda esa reflexión en sus homilías. En eso estaba la clave.
Y estaba la otra clave: su oración. Porque terminaba la reunión, se despedía el grupo y entonces él se sentaba a organizar sus ideas, a prepararse. Soy testigo de haberlo visto más de una vez en su cuarto, de rodillas, desde las diez de la noche del sábado hasta las cuatro de la mañana del domingo. Preparando su homilía. Dormía un rato y a las ocho ya estaba en Catedral.
Jamás hizo una homilía escrita, jamás. Cualquiera lo pensaría, pero nunca lo hizo. Lo más que llevaba a Catedral era un esquema, una hoja tamaño carta con dos o tres ideas escritas.
Me da risa cuando quien no le conoció dice que a Monseñor Romero le hacían las homilías. De hacérselas alguien, ¡se las hacía el Espíritu Santo!
( Rafael Urrutia)
Nos íbamos de paseo a cualquier playa por lo menos una vez a la semana. Y ahí andábamos los dos, ¡perdidos del mundo!
A Monseñor Romero le gustó el mar. Mirar el mar callado le gustaba. Nadar también, aunque no tanto era él un deportista.
Se llevaba el breviario para sus rezos. Y sobre todo, cargaba con el montón de libros, como que fuera biblioteca. Y con la hamaca. Buscaba unos palos, instalaba su hamaca y se aplastaba allí y lo que andaba era preparando su homilía de los domingos.
—Mirá, vos, ¿y cómo te suena que salga con esto?
A veces comentaba conmigo algo de lo que pensaba decir en la homilía. Como el cipote que prepara una travesura. Claro, no podía platicarme de todo lo que iba hablar. Porque en demasiados temas se adentraba en su prédicas. Él nunca paró de hablar. Con la ventaja de que nunca se repetía. Porque si fue alguna vez que celebró cinco misas y dijo cinco homilías y yo se las escuché todas, en las cinco no repitió ni una coma. ¡Para nada era lora! Y otra ventaja de su oratoria: aun lo largo de las homilías y nadie se le dormía, ni los niños.
Una vez estábamos en el mar. Yo estaba asoléandome como garrobo y Monseñor en calzoneta con un libro entrecerrado en las manos. El sol empezaba a querer esconderse.
—¿No se baña hoy? -le dije.
—Tanto comimos que me da temor. Capaz que me meta y me dé un punto de congestión, ¡y ahí quedo!.
—Peligroso, ¡porque sí que nos hartamos, pues! Pero yo tengo deseo, está lindo el mar hoy.
Monseñor Romero se quedó un rato así, en silencio, viendo fijo esa frontera que es la rayita azul del horizonte.
—Mirá, vos -me dijo-, ¿y vos sentís miedo a morirte?
—No, yo no, ¡para nada!
—Pues yo sí, yo sí.
—De seguro que anda con miedo porque allá en el cielo no va tener que predicar. ¡Allá arriba no va a hallar a quien echarle homilías!
—No seás bayunco, hombre. ¿Sabés vos lo que más me va a hacer falta allá en el cielo? Dejar de comer frijoles y aguacate. Eso va a ser lo peor.
( Salvador Barraza)
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