SEGUNDA PARTE

El cántaro que estaba haciendo con barro
se arruinó en manos del alfarero.
Y éste empezó de nuevo
y lo transformó en uno muy diferente.
(Jeremías 18, 4)

Capítulo 5
Un obispo como los tiempos mandan

Dicen que dicen... que a Monseñor Romero nomás comenzar de arzobispo en San Salvador, los más ricos de la capital le quisieron regalar casa y regalar carro. El mismo lo contaba en las comunidades:

  —Fue llegando yo aquí y esa gente me ofreció una casita, pero qué, era una casota. En la San Benito o en La Escalón, que yo eligiera. Les dije que no. Luego me ofrecieron un carrito, pero era un carrote. Les dije también que no. Porque así pasa con los ricos: al principio te buscan amarrar con un mecatito y al final se hace un mecatote y ya no te podés zafar.

Y dicen que cuando las fufurufas de San Salvador se dieron cuenta del cambio de él, comentaban de Monseñor muy insolentadas:

  —¡Este muchachito nos salió malcriado!

Como a la semana, le mandaron un tronco de aparato de sonido que había costado ¡dos mil quinientos pesos de los de aquel tiempo! Bastante caro el regalo, ¿no? Se lo enviaron pagado cash de la Kismet, porque yo vi la factura.

  —Hay que tener cuidado -le alerté-. Quién sabe si encendemos este chunche ¡y lleva pólvora dentro y nos va reventar! O si no viene ya preparado con un micrófono para que usted lo tenga cerca y ellos oir todo lo que se trabaja aquí...

  —Devuélvanlo -dijo Monseñor.

Por los de la Kismet no aceptaron la devolución. Decían que a ellos les habían pagado y que nada querían saber en pleitos de clientes.

( Juan Bosco)

Decidió venirse a vivir con nosotras al Hospitalito, como lo llama todo mundo. Al Hospital La Divina Providencia para enfermos de cáncer sin remedio.

Las hermanas conocíamos a Monseñor Romero ya desde que estaba en San Miguel cuando era padre y había con él una amistad de tiempo. De obispo en Santiago de María había agarrado ya costumbre de venir a celebrarnos la misa el primero de cada mes. Y cuando tenía reuniones de la Conferencia Episcopal, llegaba a cenar y a veces se quedaba a dormir aquí, en la sacristía. No sé por qué, pero le tuvo afición a este lugar. Cuando recién nombrado arzobispo llegó a pedirnos alojamiento, la comunidad se sintió dichosa.

  —Para nosotras es un honor demasiado grande, Monseñor -le decíamos.

  —Pues para mí -nos dijo- es un descanso más grande todavía.

La dicha nos costó cara. Por haberlo acogido, a las monjas del hospitalito nos gritaban por la calle: ¡comunista rojas! Y la enemistad fue tan rematada que muchísimos bienhechores retiraron su ayuda a los enfermos.

  —Soy un espantalimosnas -se afligía él.

Y hasta dijo de irse. Pero, ¿cómo le íbamos a consentir que se fuera?

( Teresa Alas)

Me dieron orden de pasar a trabajar en la oficina privada de Monseñor Romero a los días del cambio de arzobispo. Yo llevaba ya varios años trabajando allí en el archivo de la arquidiócesis.

  —Hay mucho que hacer, vamos a necesitar otra persona -me comentó Monseñor casi desde el primer día.

  —¿Qué tal una hermana de mi misma comunidad?

  —Vaya, pues.

Y así fue como llegó Silvia Arriola a aquella oficina. Diario había un trabajal, faltaba tiempo. Nosotras dos entrábamos a las ocho y nos íbamos pasado el mediodía. En la tarde nos metíamos a trabajo pastoral con las comunidades. Así que andábamos muy ocupadas y él muy preocupado.

  —¡Están en los puros huesos! -nos decía.

No estábamos flacas, éramos flacas. Pero él dale y dale con que la delgadez era descuido.

  —Ustedes dos andan para arriba y para abajo y no cuidan de alimentarse.

En sus oficinas él tenía una salita de descanso y un comedorcito. Había allí una refrigeradora pequeña, pero sólo para agua. Un día nos llama.

  —Vean, este aparato lo he mandado a llenar para que ustedes coman. ¡No quiero que aguanten hambre!

Abrió la puerta: había carne, huevos, queso, verdura.

  —Quédense a comer aquí, ¡y me invitan alguna vez!

Nunca faltó comida allí y más de una y dos veces hicimos una sopa o unos huevos estrellados, cualquier cosa, y él se quedó a almorzar con nosotras. Las más de las veces ni tiempo de comer quedaba.

( Isabel Figueroa)

Un grupo de religiosas fuimos a ponernos a la orden para trabajar con él. Sobre todo, las que andábamos bregando en colegios. Monseñor Romero nos supo ganar. Y qué respuesta no encontró en nosotras. Cariñoso era, pero esas atenciones típicas de las monjas: que tiene la sotana rota, Monseñor, y yo se la coso, que el pantalón, que los pañuelos... ¡Ah, eso no! No soportaba que las monjas le estuvieran molestando con su ropa.

  —¡Última vez! ¡Sólo si yo le aviso que no me queda ni uno! -le dijo bien machetón a una monjita que siempre andaba regalándole calcetines.

( Nelly Rodríguez)

Fuimos donde él, por apoyarlo. No me pareció un jerarca poderoso, sino un hermano.

  —Me siento mejor entre ustedes que no son católicos que entre algunas gentes de mi propia Iglesia -nos dijo al poco de conocernos.

Monseñor le dio un gran impulso al movimiento ecuménico que ya venía armándose en El Salvador entre católicos y protestantes luteranos, episcopales y bautistas. Con él íbamos juntos por las mismas trochas, pues.

( Edgar Palacios)

Mi nietecito fue el primer niño que Monseñor Romero bautizó y confirmó.

  —Usted no me conoce -le dije al llegar a la iglesia para la ceremonia- , yo soy la abuela. Y quiero decirle que estoy con usted y con su Iglesia y que en lo que yo pueda, quiero ayudarle.

Se me quedó viendo.

  —¿Cuál es su nombre?

  —Aida Parker de Muyshondt.

Desde ese día me metí a ayudarle y hasta empacaba periódicos Orientación y en mi carro los repartía por las agencias y las parroquias. ¡Qué no íbamos a hacer por cooperarle! No fue camino de rosas: por mi amistad con Monseñor y este apoyo, mis seis nueras y sus familias me repudiaron. Y en la policía tenían chequeadas las placas de mi carro. Estaba señalada como comunista.

( Aida Parker de Muyshondt)

Prendí la radio del auto, era un domingo, y Monseñor estaba dando su homilía. Me agarró tanto lo que hablaba que ya no falté nunca a sus misas de Catedral. Un domingo después de escucharlo, me decidí por fin.

  —Monseñor, estoy a sus órdenes -me acerqué a decirle cuando ya iba hacia la sacristía-. Cualquier trabajo que usted me encomiende yo lo haré con gusto.

  —¿Y a qué se dedica usted?

  —Sé contabilidad, trabajo en un banco, estoy en auditoría...

  —El anillo que el dedo necesitaba. ¡Ya sé en qué me va a ayudar!

Y así empecé a colaborarle en la reorganización de Cáritas. Le regalaba todo mi tiempo libre.

( Mauricio Mendoza Merlos)

Siempre que llegaba a la oficina de Monseñor Romero para lo del proceso judicial por el asesinato del padre Grande, al final él iniciaba otra plática.

  —Hablemos ahora del Servicio Jurídico -me decía ávido.

Hacía dos años que un grupo de abogados nos habíamos metido en eso: problemas de tierras, causas comunes, pleitos familiares, notariado y todo ese tipo de volados para tanto pobre que no tenía con qué pagar esos servicios. Monseñor se fue enamorando de este proyecto y soñando con pasarlo institucionalmente al arzobispado. Lo logró. Se llamó entonces Socorro Jurídico. Y así, cada vez eran más las tareas, los proyectos, las chambas y las gentes que se cobijaban bajo su paraguas.

( Roberto Cuéllar)

A aquella oficina llegaba todo mundo. Muchos a ponérsele a la orden y otros... a "convertirlo".

  —Mirá lo que le traigo a Monseñor de regalo -me dice toda oronda una amiga que me encontré una mañana en el arzobispado.

  —Pero... ¿cómo te atrevés?

Era un libro: "Usted también puede ser engañado por el comunismo" o algo así. De un tal René Ferrufino, un loco anticomunista.

  —Niña, ¿pero no te da vergüenza? ¿Un libro de esta categoría le traés al arzobispo? Yo no sé si tú sabés, pero Monseñor Romero es un hombre ¡es-tu-dia-do!

  —Que lo sea, pero los comunistas enredan al más listo, así que él también debe estar ¡pre-ve-ni-do!

El marido estaba en la repartidera de esos libros para contrarrestar a los "curas rojos". A los pocos días a mí también me llegó uno.

( Ana María Godoy)

A los laicos nos tenía gran confianza, nos dejaba hacer y vos sentías que andabas alas. Nos daba tareas sorprendentes.

  —Ustedes van a ir en misiones por las vicarías y van a reunir a los párrocos para orientarlos.

Oíme la audacia a lo que nos mandó: nosotros laicos, ¡y la mayoría mujeres!, reuniendo curas y adoctrinándolos.

  —Ay, Monseñor -le dije yo la primera vez que salió con eso-, a mí me da un poquito de temor. Creo que a algunos padres les va a gustar muy poco.

  —Aunque no les guste nada.

  —¿Y si nos cierran la puerta?

  —Entran por la ventana. Ustedes tienen una responsabilidad, estrénenla.

Y allí íbamos, preguntando a los párrocos qué pastoral seguían, sugiriéndoles cursillos, ofreciéndonos a colaborar con ellos.

  —Es para lograr una mejor coordinación entre todos, pues.

Y así fuimos entrando por algunas puertas y colándonos por bastantes ventanas.

( Coralia Godoy)

Hizo una calor que no mermaba ni tantito. Y fue en el gran calorón de aquel día que le tocó a Monseñor Romero una de sus primeras giras por el lado nuestro. Llegó a visitar ocho cantones de Aguilares. No era de vehículo por allí, no entraban. Era de caminar. Y el obispo se cansó bien recansado de ir de arriba para abajo y de abajo para arriba. Hasta catarroso se puso por las polvazones y al final estaba inquieto y pringado de sudor.

Pero nosotros le teníamos una sorpresa, para que agarrara algún alivio.

  —Le preparamos atol de elote, Monseñor. ¿Va a querer una probadita?

  —No, ¡lo único que yo quiero es irme de aquí!

Y se fue. Dijo que quería regresarse cuanto antes a San Salvador. Y hasta con enojo lo dijo. En las manos se nos quedó el atol y algotras cosas que teníamos para ofrecerle. De la desilusión, hasta las lágrimas nos caiban por las caras a mí y a mi comadre.

Nos contaron después que en llegando a la capital se dio cuenta de que se había portado mal y hasta pena le dio el rechazo que nos hizo.

Un día regresó por nuestros cantones y tanto había meditado ya en su error, que nos pidió perdón.

  —Ahí me disculpan, yo no conocía tanta pobreza, no estaba acostumbrado.

Ese día sí nos aceptó una buena guacalada de atol.

( Rosa Alonso)

Marañas, chanchullos, un solo enredo. Monseñor Romero sabía que Cáritas era un poco de irregularidades y quería poner orden para que aquel servicio funcionara y fuera eficiente. Cuando lo supimos, un grupo de mujeres nos pusimos a la orden para echarle una mano o dos o diez, las que hicieran falta.

  —Descubran ustedes lo que está pasando en Cáritas -nos pidió.

Y fuimos investigando.

  —El cura responsable de Cáritas ha armado no sabemos qué red con sus familiares y todos hacen negocio con lo de Cáritas, lo de cincuenta centavos lo venden a un colón...

  —Se pierde comida, Monseñor, y dicen que es porque ya llegan las bolsas rotas, pero qué va a ser, ellos las rompen y las vacían.

  —¡Hasta criadero de chanchos han puesto en Chalate! ¡Cerdos de raza que se hartan la comida de Cáritas!

  —¿No serán cuentos? -nos decía él.

No lo eran. Y nos animaba.

  —En manos de ustedes está descubrir y también hacer la justicia. Yo apruebo lo que ustedes decidan.

Llegamos a sospechar que había alguien que robaba dentro mismo de las bodegas de Cáritas, que estaban en Catedral. Entonces, el padre Tilo Sánchez, que fue puesto por Monseñor para coordinarnos, tuvo una idea. Se escondió dentro de un cajón vacío en las bodegas, pasó allí toda la noche esperando. Y amaneciendo, agarró al ladrón con las manos en la masa. ¡Era el sacristán!. Así fuimos haciendo una limpieza del personal de Cáritas.

  —En río revuelto ganancia de sacristanes... -dijo él, tratando de comprender.

Y por eso fuimos organizando también papeles, números, cuentas y oficinas. Para encauzar aquella revoltura.

( Miriam Estupinián)

Nunca sabe uno lo que algún otro anda en su mente. Pongamos por caso, el sacerdote de nuestro lugar. Su pensamiento iba de plano en contra del de Monseñor Romero. Decía que él había cambiado y que para nada le gustaba aquel su cambio. A nosotros, mucho nos agradaba. Todos sentíamos que Monseñor estaba a la par del campesino.

  —Invitémoslo a Monseñor a visitarnos -le pedimos nosotros al cura aquel.

  —Puede traer complicaciones -nos esquivaba.

Pero nosotros, por cuenta nuestra, por fin lo invitamos y hasta lo fuimos a traer.

Cuando llegó Monseñor, como la ermita era bien pequeña, nos dijo que sacáramos la mesa del altar y los cirios al parque, que allí iba decir la misa.

Y entonces, ¡lo que nos faltaba de ver! Aquel padre se hizo el remolón para no celebrar junto a Monseñor y se fue a fumarse un cigarro, allá largo. Como enojado.

  —¡Es grosería!

  —Dejalo, tal vez después de misa va y se lo lleva a su casa y comen juntos y allí se entienden -le dije al tío Ambrosio por tranquilizarlo.

Pero siguió en su ley de vulgaridad, porque no lo invitó a nada y se fue él tranquilamente a comer, dejando al obispo allí plantado.

Bien apenadas, las señoras de la Guardia del Santísimo le trajeron un fresco.

  —Si gusta de piña o si de papaya, Monseñor.

  —¡De los dos gusto!

El se había dado cuenta de todo, pero no estaba apesarado. Por verlo así de contento agarramos valor para invitarlo nosotros.

  —¿Quiere venir a comer frijolitos a un comedor a donde vamos los pobres?

Y enseguida se vino. Le alistamos una mesa lo más galana que pudimos en aquel lugarcito y ya estando comiendo, nos aventamos más y le preguntamos, a saber si con imprudencia:

  —¿Y de este padre que no lo invitó y que se comportó grosero, cuál es su mensaje, Monseñor?

  —¿Mi mensaje para él? ¡Que no sabe lo que se pierde!

Y Monseñor se reía, mientras saboreaba sus frijolitos con chismol.

( Julián Gómez)

La Ysax era un desastre. Una calamidad. La radio del arzobispado estaba trabajando con hilos y económicamente estaba en bancarrota. Mala administración, una cueva de ladrones. Y encima, las presiones del gobierno para que sacaran la antena del terreno donde la tenían.

Pasé por El Salvador poco después del asesinato de Rutilio Grande. Por explorar si aquí podrían hacerse escuelas radiofónicas como la que teníamos de Radio Santa María, en la República Dominicana. Pero el ambiente estaba muy feo y a mí no me gustaba para nada este país, así que decidí irme con la música a otra parte.

Me regresaba un miércoles, ya tenía el boleto comprado. El martes por la tarde llega César Jerez, el provincial, y nos llama a varios.

  —Oigan, que el obispo me ha pedido que le ayudemos a salvar la radio.

  —¡Esa no tiene salvación! -le dije yo.

Todos los llamados se negaron a ir, yo también.

  —Al menos ven a la reunión mañana -me insistió Jerez.

  —¡Pero si yo me voy mañana! ¡Ya tengo listo el boleto!

  —No seás tan necio, hombre, después de la reunión te vas.

Por puro compromiso fui. No conocía a Romero de nada. César me presentó: que yo tenía experiencia, que sabía de radio...

Monseñor Romero se me quedó viendo y me dijo estas palabras. Textuales:

  —Yo le pido que me ayuden a salvar la radio. Y si es necesario, se lo pido de rodillas.

Jamás nadie me pidió a mí nada de rodillas. ¡Menos un obispo! Por el tono me pareció capaz de hincarse ahí delante mío a pedirme el favor. Me descolocó, me conmovió.

  —¡Venga esa radio, Monseñor! -le dije.

Ni me acordé de cancelar el boleto de avión.

( Rogelio Pedraz)

—Me tenés que poner orden en Cáritas, Sánchez.

Yo iba todas las semanas a darle un informe a Monseñor Romero de cómo iban las cosas. Mejor dicho, iba a pelearme con él.

Pelea sobre todo cuando había tomas de tierras por alguna zona. Y siempre había. Toda la vida el problema de la tierra ha estado en el centro del conflicto salvadoreño. Yo apartaba plata y comida de Cáritas y se la mandaba a las comunidades que estaban en las tomas. Y Monseñor era pleito por eso.

  —Sánchez, ya me di cuenta.

  —¿Y de qué, pues, se dio cuenta?

  —De que estás enviando donaciones de Cáritas a los de la toma de Chalatenango.

  —Veo que tiene buena información.

  —Pero sabés que eso yo no lo apruebo porque es parcializarse. Apoyás a una sola organización, la FECCAS-UTC, y bien sabés que es un grupo ilegal y que eso puede traernos problemas...

  —Todo eso es verdad, pero como ellos lo necesitan, voy a seguirles mandando. Mientras tenga comida, a ellos no les faltará.

  —Pero a nosotros no nos sobra. Deberías enviarle más, por ejemplo, al asilo Zárate.

  —Ya les mando.

  —¡Mandales más!

  —No, porque al asilo lo pueden ayudar toda esa gente que da limosna por caridad. ¿Y a los de las tomas, quién? Si nosotros no les damos, los friegan. Usted como obispo tiene el deber de darles apoyo.

  —¡Sánchez!!!

  —Monseñor, esa gente no tiene tierras donde sembrar, tienen hambre y yo no les estoy mandando armas.

  —Sánchez, vos sos pasión y no razón.

  —Pero si me falta por decirle la mayor razón: darles a ellos es más educativo para nosotros mismos. Porque a esos pobrecitos que les damos un vasito de leche y una bolsita de harina, en el fondo los estamos maleducando. Pero a estos campesinos organizados, al revés. Su lucha nos educa a nosotros, ¡también a usted mismo!

  —Ese pensamiento radical es el que me preocupa de vos, Sánchez.

  —Está bien, no se fíe de mí. Compruebe usted cómo es esa gente, la madera que tiene. Venga, ¡vamos los dos a visitar la toma!

  —No es mala idea, pero...

  —¿Pero qué? No le tenga miedo a los campesinos, guárdese el miedo para los guardias.

  —¡Vos a mí siempres me enruecás!

Pero nos íbamos a la toma. Y allí lo aprendían los campesinos con sus pláticas, con sus razones y con sus pasiones.

( Rutilio Sánchez)

Era guerra. A partir de la misa única había empezado la guerra abierta de la oligarquía contra él. Le sacaban campos pagados en los periódicos, con calumnias, con burlas, con ofensas. En ésas fue que dispusimos hacerle una visita oficial.

  —¡Y qué les hace venir? -nos saludó.

Le sorprendió que llegaran a verlo unos evangélicos. Tal vez era primera ocasión. Fuimos un buen grupo, el pastor y el cuerpo de diáconos con sus esposas, en representación de una pequeña Iglesia bautista, la Iglesia Emmanuel.

Le explicamos el aprecio que teníamos por su labor, le contamos que teníamos buenos amigos entre los curas católicos.

Cuando nos íbamos, el más viejo de nosotros, el pastor fundador de la Emmanuel, Heriberto Pérez, con una formación de ésas de rancio anticatolicismo, quiso que nos despidiéramos con una oración en común.

  —Agradezco al Señor haber conocido a un hombre de Dios -oró Heriberto.

Estaba muy impresionado con Monseñor y expresaba el sentir de todos.

  —¡Están volviendo al poder de las tinieblas! -nos dijeron otros evangélicos bautistas al saber de esta visita.

Nos era enrostrado ese sentimiento anticatólico tan arraigado en la sangre protestante. Pero nosotros, tranquilos.

A los días, Monseñor Romero contó sobre aquel encuentro por la radio y habló de nosotros llamándonos "hermanos separados". Era el lenguaje habitual de la Iglesia católica en aquellos tiempos.

Encuentros así se fueron haciendo costumbre y una vez que volvimos a visitarlo, Heriberto le reclamó:

  —Usted habló de nosotros, pero de un modo que no nos gusta. Porque nosotros nos sentimos hermanos, pero no separados.

Monseñor se quedó pensativo unos instantes.

  —Hagamos un trato -nos propuso-. Ustedes no me llamen más Monseñor sino hermano y yo no les vuelvo a decir "hermanos separados".

  —¡Trato hecho!

Y desde aquel día él nos llamó a nosotros "los hermanos de la Emmanuel" y nosotros a él, "el hermano Romero".

( Miguel Tomás)

Con semejante nombre de Apolinario, cualquiera esperaba encontrarse a un titán, a un hombrón. También lo esperó así Monseñor Romero. Y entonces aparecía aquel Polín, todo revirado, tisguacalado el hombre, tan poca cosa.

Se encontraban los dos, Monseñor y Polín, por primera vez, pero enseguida la plática salió rodando.

  —Mirá, Apolinario, dicen que vos andás soliviantando campesinos y que hasta les hablás en contra de la Iglesia y en contra de mí. Y también me dicen que sos un hombre de fe... ¿Cómo explicás tú eso?

  —Monseñor, yo explico mejor los problemas haciendo preguntas.

  —Preguntá, pues.

  —Respóndame, entonces primero de todo: ¿el señor arzobispo sabe cuánto nos pagan al pobretariado campesino por el jodido trabajo de todo un día?

  —Pues no sé, realmente...

  —¡Tres pesos, Monseñor! Andamos "ensalivando", como usted dice, para que nos paguen ¡dos pesitos más! Vaya, Monseñor, dígame ¿qué haría usted con sólo tres pesos en la bolsa para todo un santo día? ¡Ni con los cinco! ¡Si el lavado de esa su sotana tal vez ya cuesta más! ¡Y ni eso ganamos nosotros penqueándonos en el corte de caña de sol a sol!

Monseñor lo miró de arriba a abajo todo lo flaco que era Polín.

  —Pero, sigamos la entrevista, ¡que no se nos enfríe el atol! ¿Otra preguntita me permite usted? -siguió Polín, haciendo aspavientos con las manos.

  —Echate otras preguntas, pues -le siguió el hilo Monseñor, ya riendo.

  —Veamos, Monseñor, ¿usted cree en Dios?

  —Pues sí, claro, yo creo en Dios.

  —¿Y cree usted en el evangelio?

  —También, sí. Creo en el evangelio.

  —¡Empatamos, pues! Porque yo también creo en Dios y creo en el evangelio. Los dos decimos lo mismo, ¡pero es diferente! ¡Adivina, adivinanza por qué me duele la panza! ¡Adivine su excelencia dónde está la diferencia! -Polín alborotando y canturreando aquella jerigonza.

  —Pues no sé, Polín, vos dirás -Monseñor se reía.

  —Usted cree en el evangelio porque es su trabajo. Lo estudió, lo lee y lo predica. ¡Chamba de obispo tiene usted! Y yo... Yo casi ni sé leer ni le estudié al evangelio toda su "indiología", pero creo en el evangelio. Usted cree por oficio, yo creo porque lo necesito. Porque ahí me dice que Dios no quiere que haya ricos y pobres ¡y yo soy pobre! ¡Ahí estuvo! ¿Ya me la agarró? La misma fe tenemos, pero en distinto guacal la andamos.

Monseñor lo miró de abajo a arriba, todo lo chispa que era Polín. Y de ahí hasta el final se hicieron los grandes amigos.

( Rutilio Sánchez)

Te encontraba por el pasillo y ¡bangán!, te metía en su salita de grabación.

  —Venga, venga, ayúdeme a hacer el programa.

Así de improviso caías allí. Era un cuartito todo chimirringo. Tenías que acomodar la puerta para poder abrir y con costo cabían dos frente al micrófono.

Monseñor Romero se había inventado un programa semanal al que le puso de título el lema de su escudo de obispo, "Sentir con la Iglesia", para así poder hablar de cualquier tema de actualidad. Pero le dio forma de entrevista.

  —Venga, usted me va a entrevistar a mí ahora sobre planificación familiar...

  —¿Yo a usted?

El "entrevistador" agarrado por el pasillo -un seminarista, una señora que le visitaba, un estudiante, quien fuera- se sorprendía. A veces hasta se asustaba.

  —No hay cuidado, mire cómo lo va a hacer...

Pero él lo hacía todo, todo lo tenía preparado al detalle. Llevaba escrito textual el listado de las preguntas que uno debía hacerle, tenía seleccionadas las cartas que iba a contestar o a comentar, sobre el disco estaba ya la aguja con la música de fondo que iba a poner.

  —Queridos oyentes, tenemos este miércoles con nosotros a Monseñor Romero que hoy va a responder a nuestras inquietudes sobre el tema de la familia... -arrancaba el periodista de ocasión.

Y de ahí él agarraba el hilo y ya no lo soltaba. Seguían las preguntas, las respuestas. Delante de un micrófono él siempre se empilaba. Era un chiflado por la radio.

  —¿Y cómo no lo voy a ser? -se defendía-. Otras cosas no habré sido, pero comunicador siempre.

Así se llamaba: comunicador. Y es que desde San Miguel fundaba periódicos y boletines y hablaba por radio y andaba en un su jeep viejo al que le había pegado un armazón de altavoces para llegar por los cantones predicando. Dicen que ese chunche tan aparatoso se lo trajo a San Salvador, pero como era cacharro maltratado y viejo, se quedo durmiendo su último sueño en el arzobispado.

( Francisco Calles)

Seis obispos tenía El Salvador y a cada rato ¡eran casi seis horas de reunión! Encuentros larguísimos encerrados los seis en el último piso del arzobispado. Muy pronto, prácticamente desde la misa única, se escuchó que Monseñor Romero tenía a cuatro totalmente en contra, sólo Monseñor Rivera lo apoyaba.

  —Paco, hágame un favor -me dice un día a la puerta de la sala de reunión-, venga a sacarme de aquí a media mañana.

  —Vaya, pues.

Llegué a sacarlo como a las 10.

  —Mire -le dije quedito a la secretaria mecanógrafa-, dígale a Monseñor Romero que salga un momento.

Salió enseguida.

  —¿Y ahora a dónde vamos, Monseñor?

  —No hay cuidado, aquí mismo hablamos... Cuénteme de la delegación de Zacate que llegó ayer a la oficina...

  —Pero si usted también estuvo con ellos...

  —No, pero aquella viejita curcucha, ¿dijo algo más después?

Y empezamos a caminar para arriba y para abajo por aquel pasillo larguísimo y a platicar. De la viejita y del viejito, del petate y del calabazo.

  —Y otra cosa, Paco, ¿dónde podría encontrar yo un buen casette del trompetista francés Maurice André? Es extraordinario. ¿Lo ha escuchado?

Pasamos entonces a hablar de música, de trompetas y saxofones. Al cabo del rato miró el reloj.

  —Ya voy a entrar otra vez. Le agradezco mucho, Paco.

Entró, la reunión de los obispos continuaba. Yo me quedé fuera en el pasillo, cavilando qué habría sido aquello.

Pero no fue una vez ni dos. Se hizo rutina todos los días que había reunión de la Conferencia Episcopal.

  —Vaya a sacarme, Paco, no se le olvide.

Y yo inventando. Un día era que tenía que hacerle una consulta urgente. Otro una llamada a la Patagonia y otro una firma impostergable. Siempre llegaba a la reunión con mi trampucheta. Yo no sé cómo justificaría él su salida ahí dentro, pero siempre salía. Y siempre era platicadera por aquel corredor, de oriente a poniente, de poniente a oriente...

  —Hoy cuénteme de su familia, Paco. ¿Resolvieron lo de la casa?

A veces pasamos hasta dos horas platicando afuera. Nunca me habló una palabra de la reunión de los obispos ni me explicó nunca por qué quería salirse.

Tuve que irlo descubriendo yo. No habían pasado seis meses y ya la hostilidad de los obispos le ahogaba. La salida que encontró para aguantar y evitar más confrontaciones fue esa: salirse. Descansar un rato y volver al ruedo.

( Francisco Calles)

—Monseñor, ¡mire el correo de hoy!

  —¿Tantas?

Nadie leía en aquellos cantones, nadie sabía escribir y eran ríos de cartas. Desde un comienzo empezó a llegar al arzobispado una correspondencia nunca vista. Todas las cartas dirigidas a Monseñor Romero. Eran una novedad, antes no pasaba. La otra novedad era que muchísimas venían de comunidades campesinas que escribían en colectivo. El que sabía de letras en el cantón la redactaba en nombre de todos. Gente que jamás había pensado en agarrar papel y lápiz se lo agenciaba para dirigirle una carta al arzobispo. Casi no llegaban por correo.

  —Allí sólo son orejas, ¡y nos las abren! -decían los campesinos prevenidos.

Y eran los párrocos quienes las traían en mano.

Sus homilías por radio, sus tantas visitas y estas cartas fueron entramando una comunicación muy grande entre obispo y pueblo. Y no sólo con el pueblo de la arquidiócesis de San Salvador, sus directas ovejas, sino con el pueblo de todo el país. Lo de las cartas fue algo nacional.

  —Déjeme alzadas las cartas, quiero leerlas.

  —No le va a dar tiempo, Monseñor, mire qué cerro.

Lo que le gustaba era leerlas personalmente, pero no siempre podía. Lo mismo, contestarlas todas. Tampoco. Mucho le pedía a Silvia, una de sus secretarias, que respondiera en su nombre. Algotras veces llevaba el puño de cartas a la entrevista por radio de los miércoles para contestar por micrófono a algunas consultas que le hacía la gente.

  —Monseñor, ¿es pecado organizarse?

  —¿Es pecado que nos tomemos las iglesias si es de denunciar los crímenes que nos hacen?

  —Monseñor, ¿qué podemos alegarles a esos protestantes que llegan hablando que es prohibido por Dios meterse en política?

  —¿Es cierto, Monseñor, que San Jorge nunca existió?

  —Díganos quién es la Gran Bestia de la que hablan los protestantes y si es alguien como la Ziguanaba o en qué la podremos conocer.

( Miguel Vázquez)

Tanta confianza le tenían los campesinos que le escribían contándole no solamente cuestiones de las comunidades o de la represión sino de su propio trabajo en el campo.

  —No tenemos con qué abonar la milpa, queremos cultivar ahora que llega el invierno, pero no hay de dónde.

No era uno ni dos. A quienes les faltaba plata para el abono y a quienes para la semilla. Jaculatorias de necesidades. El fue agarrando la costumbre: leía la carta y escribía en la esquinita: "Hay que contestarle y mandarle... tantos colones". A veces ponía él mismo la cantidad de dinero con la que había que ayudarle a la persona y a veces lo dejaba a nuestro entender.

Ya se hizo rutina ir Silvia y yo con algún seminarista a repartir esas cartas con dinero. Por Opico, por Tacachico, por todos esos lados nos íbamos.

Un día, unas familias de El Majagual, en la parte de arriba de estas lomas de por La Libertad, gente de mucha pobreza, le pedían para abono. Fuimos a llevarles la respuesta de Monseñor, la espiritual y la material, el consuelo y los saludos y la plata. Andábamos en un carro del arzobispado y lo dejamos hasta donde se podía llegar. Después era subir por charrales hasta el caseríito, cruzando y descruzando veredas.

Cuando aquellos campesinos nos vieron aparecer, el asombro y la dicha. No podían creer que de Monseñor Romero les iba a llegar esa respuesta: suficiente plata para los sacos de abono. Para agradecernos, nos ofrecieron puños de jocotes, que era la único que tenían.

Al bajar, nos encontramos el carro rodeado de guardias.

  —¡¿Qué están haciendo ustedes aquí?!

  —Vinimos de parte de Monseñor Romero, somos personal del arzobispado.

  —¡Ustedes son guerrilla!

Lo que nos salvó aquel día fue que uno de los guardias reconoció a Joaquín, el seminarista. Eran del mismo cantón.

  —No sé de estas otras mujeres, tal vez sí sean guerrilla, pero ese cipote es hijo de un mi amigo.

Nos dejaron ir a los tres. Aquel invierno las milpas de El Majagual se miraron más galanas que en años.

( Isabel Figueroa)

Desayunos de trabajo: así los bautizó él mismo. Como a los seis, siete meses de ser arzobispo, inició Monseñor Romero esta costumbre. Y la mantuvo hasta el final.

Yo era casi siempre el primero en llegar y siempre me lo encontraba en la capilla, hincado rezando.

  —Monseñor, ya estamos aquí.

Y salía de la capilla para la reunión. Él nos presentaba problemas nacionales para ver nuestro enfoque y recoger sugerencias, comentaba sus planes pastorales, pedía consejo. Más que hablar, preguntaba mucho para informarse bien.

  —Mucho me acusan -comentaba a veces- de estar consultando demasiado a demasiada gente. Pero es la acusación más linda que me hacen, ¡y no me pienso enmendar!

Solía sacar una su libretita, bastante chaparrastrosa por cierto, donde apuntaba algunas frases claves de todo lo que se hablaba. No era de ésos de tomar notas de cabo a rabo. Le gustaba ir a lo esencial.

Cuando ya llevábamos un rato dándole a la sin hueso, decía a veces:

  —Vamos a tomar el cafecito de don Lencho.

De Don Lorenzo Llach, un viejo cafetalero de Santiago de María, que había sido un muy amigo suyo, pero que se le volteó a medida que Monseñor fue cambiando. La costumbre de regalarle su cafecito, esa sí no la perdió.

  —¡Si don Lencho viera quiénes están tomando su café conmigo! Tal vez me lo cortaba.

Y lo decía chistoso.

Allí se tomaba café y se hablaba de todo. Y como la historia de aquellos años fue tan cundida de cosas, siempre había mucho de qué hablar.

  —Esta coyuntura va demasiado ligera. Los acontecimientos se adelantan a lo previsto -dijo uno un día cualquiera.

Y dijo Monseñor Romero:

  —Igual que cuando aquel padre francés fue a hacer un matrimonio a un cantón de por allá.. La novia estaba vestida toda de blanco y con su corona de azahares, pero ya se le notaba la gran panza de embarazada. Y cuando el padrela ve entrar con el "acontecimiento" tan adelantado, le dice: ¡En lugar de azahares, naranjas tenías que llevar colgadas!

Y se tiró su carcajada.

( César Jérez)

Choferearle era nuestra principal tarea en el seminario. Ésa era la misión de Joaquín y mía. ¡Y había que ser cuerudo para aguantarle los altos y bajos del carácter a Monseñor Romero! Joaquín se rindió, no le alcanzó la paciencia y se retiró del timón. Yo calcé en aquel zapato y poco a poco le fui agarrando las mañas.

Toda la vida, cuando estaba muy cansado, Monseñor se dormía después del almuerzo. Sacaba tiempo para una siestecita. Un día le tocaba ir a decir una misa en Apopa.

  —¡A la una tenemos que salir de aquí! me avisó fulminante.

Yo llegué a las 12 al hospitalito y almorcé.

  —¿Y el hombre? -le pregunté a la hermana Teresa.

  —Déjelo, está durmiendo.

  —Pero, hermana, son las 12 y media pasadas. Habrá que despertarlo. Si no, después nos vamos a meter en problemas con él.

  —Déjelo un ratito más, está muy cansado, ¡y usted corre de todas maneras!

Cuarto para la una y seguía durmiendo. La una y nada. Pasada la una se despertó él mismo y cuando miró el reloj nos armó el gran relajo a los dos. Que lo habíamos atrasado, que no le gustaba llegar tarde, que perepepé... Era la una y media cuando nos subimos al carro y él plenamente encachimbado.

  —Yo no sé cómo vas a hacer -me dijo-, ¡pero yo tengo que estar en Apopa a las dos en punto!

Arranqué, empecé a correr. Me detuve en el primer semáforo rojo y saltó.

  —¡No parés para nada!

Cuando estaba así, era un hostigue en el manejo que te agotaba. Seguimos. En una de las curvas bien cerradas que hay a la salida de Ciudad Delgado, iba un bus delante nuestro que no nos dejaba avanzar por lo tamañote.

  —¡Pasale! -me manda- ¡¡Pasale ya!!

Porque me hacía de copiloto. Bueno, le pasaré. Pero cuando ya lo estoy adelantando al bus, veo que viene de frente por el otro carril ¡un jodido furgón a toda reata! y ya no podía, me venía encima. ¡Puta!, apreté a fondo el acelerador queriendo atravesarme delante del bus para esquivar aquel animalón de furgón y ya, ya... ¡lo conseguí! Así quedamos: el bus aquí, el furgón allí y yo en medio, ¡como tuquito de carne entre dos muelas!

  —¡¡¡Hijuelagranputaaaaa!!! -gritó la gente que iba en el bus.

  —¡¡¿Es que nos querés matar?!!

Se miraba el humo de las llantas por el frenazo de los tres vehículos y todo mundo en el bus asomándose a las ventanas para comprobar quién era el bárbaro que había hecho aquella maniobra. En eso, Monseñor Romero sacó la cabeza de nuestro toyotita.

  —¡Púchica! ¡Si es Monseñor! -gritaron algunos.

Unos en el bus emputados y otros contentos de poder saludarlo. Yo intenté disculparme con los dos choferes, pero él me cortó impenitente:

  —Mirá ya no estamos haciendo nada aquí parados, de espectáculo. Así que ¡acelera y vámonos! Arranqué a todo gas. A las dos en punto estábamos en Apopa.

( Juan Bosco)

Que todos se sintieran como en familia, ese empeño tenía. En eso era temático.

Un día le pidió a una señora que trabajaba en tapicería que le forrara unos muebles que había en las salita del arzobispado. Y el día en que le trajeron el sofá y los butacos, a pesar de los problemas en que estaba metido, a todo el que aparecía por allí se lo llevaba hasta la salita.

  —Venga, venga a ver cómo nos dejaron los muebles.

Así estuvo toda la mañana, organizando el desfile. Recuerdo que les mandó a poner una tela rayadita, café, naranja, discreta pero bonita.

  —Quedaron galanes, ¿verdad? Así esto parece más casa.

Y con todo el que entraba la misma alegría.

( Coralia Godoy)

Ya lo creo que lo conocí a Monseñor Romero. Y aunque me aviejara hasta cien años no lo voy a olvidar. Él visitó nuestro cantón para la fiesta de San Antonio. Un gential llegó a recibirlo y como ni cabíamos de tantos que éramos, dijo él que mejor debajo de un palo decía su misa. Yo lo miré un hombre sonriente y como uno de nosotros de callado.

Después, atardeciendo, la larga fila para despedirlo. Yo me quedé de última para decirle adiós. Cuando me abrazó, me dijo:

  —Ruegue por mí.

¡Que yo, una vieja pecadora, rezara por él! ¿Onde se vio eso? Es el padrecito el que reza por uno y lo encomienda, pero él no, él tornó del revés esa ley.

De ayeres vivimos los viejos, pues. Y de oraciones. Desde aquel día siempre recé por él.

( Santos Martínez)

En sus visitas a los cantones, después de la misa nos aclaraba un montón de dudas. Monseñor se sentaba a la puerta de la iglesia y allí iba recibiendo las preguntas de cada quien. De uno en uno nos acercábamos a consultarle.

Mi duda era grande y la acarreaba hacía rato. En aquel tiempo, por parte de los Estados Unidos existía un tal Plan de Padrinos que le llamaban, para dar ayuda a los niños salvadoreños. Si uno se apuntaba en aquello, nos venían quince colones al mes, aunque nunca nadie podía saber quién era el padrino que los mandaba. Yo estaba apuntada.

  —Mes a mes -le consulté a Monseñor- me viene ese pisto, a mí y a otras, que hasta pena les da decirlo. Lo recibimos por la necesidad que uno tiene de pobre, pero no sabemos si es algo malo y si después esos gringos, por ser padrinos, nos van a querer quitar nuestros hijos. ¡Usted qué nos dice?

  —Yo digo -me aclaró él- que ustedes agarren ese dinero porque lo necesitan. Para los que lo mandan, es una nada, se despojan sólo de centavos de los de ellos. Recíbanlo, pero pongan siempre mucho cuidado de cualquier persona, de cualquier plan y de cualquier padrino que venga de ese país.

( Licha Reyes)

Aquello era una meca, era un ir y venir de gente. Ese arzobispado era el maremagnum de las personas, ¡y hasta de los animales! Porque allí los campesinos le llevaban gallinas, gallos, pollos y hasta un día una vaca. Había su caos, eso sí.

Como yo estaba metiéndole orden al archivo y también a las entradas y salidas de correspondencia, alguna gente del arzobispado fue donde mí.

  —La tiene a usted por eficiente. Entonces, aproveche y sugiérale algún tipo de programación para las reuniones y las visitas. Si no, esto es un chacuatol.

Cada vez eran más proyectos, más demandas, más gente que atender. Llegaban curas, maestros, obreros, campesinos, llegaban alumnos, enfermeras y enfermos... Preparé algunas sugerencias y fui a verlo.

  —Y dígame, ¿cómo qué cosa sería esa programación? -me preguntó Monseñor con curiosidad sincera.

  —Bueno, es que dicen que usted muchas veces no da seguimiento a reuniones ya fijadas o con los obispos o con los sacerdotes o con los grupos organizados. Y que esto pasa porque usted no tiene una programación de días y de horas. -yo tenía pena de estarle explicando aquello.

  —Siga, siga...

  —También dicen que otro tipo de visitas que se le presentan entre medio le van rompiendo un cierto orden y que el orden es muy útil y que, claro, si su día estuviera programado, usted podría cumplirle mejor a todos. Se me quedó pensativo. Y empezó a deslizar la cruz que tenía colgada al cuello por la cadena para allá, para acá, para allá... Esa maña tenía cuando te miraba fijo.

  —Pues creo que esa programación no se va a poder.

  —¿No...?

  —No, porque yo tengo mis prioridades. Y con programación o sin ella, siempre voy a recibir primero a cualquier campesino que llegue aquí, en el día o la hora que sea, esté o no en reunión.

  —¿Entonces...?

  —Que no, que no. Mire, mis hermanos obispos todos tienen carro, los párrocos pueden tomar el bus y no tienen mayor problema en esperar. ¿Pero los campesinos? Vienen caminando leguas, con tantos peligros, y a veces ni han comido. Ayer mismo vino uno de por La Unión. Por estar en una reunión cristiana, un guardia le golpeó tanto la nuca que se va quedando ciego, sólo vino a contarme.

Yo qué le iba a decir. Fui arrugando entre las manos los papeles donde traía escritas las propuestas de agendas de programación que le había preparado.

  —Mire, los campesinos nunca me piden nada, sólo me platican de sus cosas y eso ya les alivia. ¿Yo les voy a programar sus aflicciones? Mejor olvídese de eso.

Salí fuera y boté todos mis planes en la primera papelera que encontré.

( Coralia Godoy)

—¡Vamos a hacer aquí el cafetín! -apareció diciendo un día.

Haciendo un cafetín en el arzobispado, la gente no llegaría allí sólo a resolver asuntos a la oficina, sino a encontrarse y a echarse sus platicadas. Por eso lo hizo. Arregló el lugar donde estaba la fotocopiadora, lo amplió por aquí y por allá, dio a hacer mesitas y para su cumpleaños lo inauguramos.

En aquel cafetín se armaron citas de toda clase y siempre menos frías que en las oficinas. Servían café, gaseosas, semitas, fresco, galletas, cosas así. Después de inaugurado el cafetín llegaba todavía más gente al arzobispado y más tiempo se quedaban. Monseñor Romero, que en otra época había sido estilo recoleto, andaba ya en otra onda.

También él daba sus pasaditas por el cafetín y se sentaba a conversar. Con un grupo de campesinos. O con nosotros.

  —¿Por dónde andás ahora, Sánchez? -me decía-. Porque dice D’Aubuisson que estás huyendo de él vestido de mujer.

D’Aubuisson me acusaba de disfrazarme de señora para entrenar guerrilleros.

  —¿Y usted se lo cree, Monseñor?

  —Pues no sé cómo te verás vos de mujer. ¡Tan cholotón y con esas canillas peludas!

Era burlisto conmigo, siempre salía con sus gracejadas.

No le gustaba que anduviera mal vestido y nos llamaba la atención a cuenta de eso. El tenía en gran concepto la vestimenta sacerdotal. Esa era una de sus batallas conmigo. Yo, maña que tenía, llegaba al cafetín, a su oficina y a cualquier lugar con las botas enlodadas. Como montaba a caballo y siempre venía del campo, me le aparecía así, todo chuco.

  —¿Y con esas botas no te van a descubrir por donde andás, Sánchez? ¡Vos mismo te delatás! -me decía.

Lo de la ropa le preocupaba. Cuando llegaba a nuestras reuniones de "curas subversivos", le fregábamos.

  —Bueno, Monseñor, todos nosotros aquí sin sotana, ¡y sólo usted no se decide!

  —Es que a mí no me lucen los pantalones...

Logramos que se vistiera de clergyman algunas veces. Y no le digustó.

  —No está mal, me siento más liviano.

  —¡Pues ahora siéntase más joven y póngase una camisa de éstas!

  —No, muchachos -a veces nos llamaba así-, eso sí no puedo. Tal vez sea el color. ¿Cómo voy a ponerme una camisa roja como ésa? No puedo. ¿Y yo con botas como Sánchez? No sabría andar. ¿Es que voy a tener que cambiar hasta en el caminado?

( Rutilio Sánchez)

Dormía en la sacristía, pegado pared con pared a la capilla. Eso fue al principio de llegar a vivir al hospitalito. Ahí en ese rincón tenía su cama.

Un día se sentía con calentura de gripe y no fue a trabajar. Se quedó encamado. Ese día justamente llegó buscándolo el nuncio Gerada, que sólo eran regaños para Monseñor Romero.

  —Vamos a avisarle -le dije yo al nuncio al recibirlo.

  —¡No! ¡Yo no necesito que me anuncien!

Y ¡ruuuuummmmm! se metió derecho a la sacristía.

  —Hombre, ¿y qué hace usted aquí? -azareó así a Monseñor.

Pero era susto de él porque vio lo humilde que era su cuarto, que ni cuarto era.

Después ya le construimos una su casita, porque Madre Luz vio que estaba muy incómodo arrinconado allí en la sacristía y le pidió permiso de hacerle algo más propio.

  —Será una casa sencilla, Monseñor.

  —Es que si no lo es, ¡me les voy!

Una salita, un baño y dos cuartos.

  —Por si usted quiere ahí algún invitado.

  —No, lo que yo quiero ahí es una hamaca.

Cabal: era migueleño y los de San Miguel no perdonan la hamaca. Así que en un cuarto tenía la cama y en el otro las argollas para que colgara su hamaca.

  —No me pinten las paredes para que no gasten tanto.

Pero en eso no se le obedeció. Para su primer cumpleaños como arzobispo, le entregamos las llaves. Y ya se pasó a vivir ahí. Si llegaba muy noche porque venía de andar por los cantones o de sus reuniones, establecimos con él un acuerdo.

  —Monseñor, dé tres timbrazos en el portón y ya dormimos tranquilas sabiendo que usted llegó.

Porque desde muy pronto empezaron a hostigarlo con amenazas.

( María del Socorro Iraheta)

Mi mama que era panadera le hizo el queque para su cumpleaños el 15 de agosto. Sus 60 años. Lo pusimos sobre la mesa ovalada que él había dado a hacer para las reuniones de nuestro grupo juvenil.

No fue chiche prender las 60 candelas, ¡nos quemamos los diez dedos!

  —¡Vaya, Monseñor, a ver si sopla todavía! -le relajamos.

  —¡Cómo van a creer que su obispo no sopla!

Lo tomó como un reto y vaya, de un solo soplido apagó ese día sus 60 candelas.

Después nos sentamos a tomar unas gaseosas y a echar chistes. Monseñor Romero contó el suyo:

  —Éste era un gringo que fue de visita a Cuba y estando allí le dio sed. Entonces se acercó a un changarrito de bebidas gaseosas y pidió: Por favor, deme una Kennedy Dry. Y el cubano de la venta le contestó: ¡Oye, chico, perdóname, pero en Cuba nosotros no tenemos Kennedy Dry, aquí solamente Orange Krushov!

( María Elena Galván)

El jicarón está por donde el diablo perdió un cacho. Un día Monseñor Romero fue allá a celebrar una misa. Allá tenés que dejar el carro y después toca como una hora a pie subiendo por una cuesta. La gente ya estaba esperándonos arribota, ansiosa.

Como a la 10 y media de la mañana arrancamos a caminar. ¡Un sol de justicia! Ni una nube ni un hilito de viento que consolara. Como a la media hora Monseñor no podía más. Estaba sofocado, se abría el cuello de la sotana, se lo cerraba, se lo quitó por fin. Aquel fuego y todo un llano de polvazales por delante lo ahogaba. De largo se nos dibujó un amate como promesa. Cuando llegamos, la sombra del árbol le devolvió el habla.

  —¿Y por qué no nos quedamos aquí tan fresco y aquí hacemos la misa? -decía secándose el sudor-. Podemos llamar a la gente que venga y celebramos a la sombra.

  —¡Vaya, pues! -dije yo dispuesto a trepar más cuesta para avisar del cambio.

Pero antes de que hubiera dado cuatro pasos:

  —¡Espere, no vaya!

  —¿No...?

  —No, yo tengo que llegar hasta allá arriba. Los campesinos no tienen que acomodarse a mí sino yo acomodarme a ellos.

( Jon Cortina)

Lo mandaron a llamar de Roma. La convulsión en El Salvador por la muerte de Rutilio Grande, el cambiazo que había dado Romero y sus primeros pasos como arzobispo prendieron una luz de alerta en los dicasterios vaticanos. Yo hice el viaje con él. Llegamos a Roma a mediodía y enseguidita de habernos acomodado, ya estaba tocando la puerta de mi cuarto.

  —¿No quiere caminar un poco?

Lo que él quería era llegar hasta la Basílica de San Pedro. Le acompañé. Al entrar se fue derecho al altar de la confesión. Nos arrodillamos. Monseñor Romero entró en una profunda oración, como si llevara ante la tumba de Pedro, el primer Papa de la historia, todas las preocupaciones de su reciente arzobispado.

Después de diez minutos de estar hincado, yo me tuve que poner de pie, pero él siguió en la misma posición, inmóvil, concentrado. Estuvo así otro cuarto de hora. Después salimos y platicamos de la que nos esperaba.

Había preparado para llevar a Roma un volumen enorme de documentos. Cartas, boletines informativos, actas de reuniones, informes internos. Cargó con todo.

  —¡¿De un país tan pequeño semejante papelerío?! ¿Qué se cree usted? Mejor no vuelva si no hace un resumen -le ordenaron.

Fue entrar con el legajo en la Secretaría de Estado del Vaticano y empezar las contrariedades.

Pero como había viajado también con su maquinita de escribir, en la noche pasamos trabajando.

  —¡De 600 páginas tenemos que hacer 6 antes de que amanezca! -se retaba disciplinadamente y me retaba a mí.

A la mañana siguiente volvimos a la misma oficina con ojeras y con las seis páginas. Tenían ganas de pleitear con él. Un "monsignore" sobre todo. Escuché a los dos en la vuelta de un pasillo:

  —¡Usted deber recordar -le aleccionaba el italiano- que Jesucristo fue muy prudente en toda su vida pública!

  —¿Sí...? ¿Prudente? -replicó asombrado Monseñor.

  —¡Claro que sí! ¡Modelo de prudencia!

  —¿Y si fue tan prudente cómo entonces lo mataron?

  —¡Mucho antes lo hubieran matado si no hubiera sido prudente!

"Monsignores" como aquel abundaban por las oficinas que tuvimos que recorrer. De la conversación con el Papa Pablo VI -que moriría sólo un año después- sí salió muy alentado.

  —¡Qui, e lei che comanda! ¡Allora, coraggio!

Usted es el que manda, ¡así que adelante!, le dijo el Papa Montini.

( Ricardo Urioste)

También me mandaron a llamar a roma cuando lo de Rutilio Grande. Acompañaría a Romero y a Urioste en sus visitas a los dicasterios romanos y nos juntaríamos en las comidas.

Los tres tuvimos una conversación larga con el Cardenal Silvestrini, Romero entró solo a hablar con el Cardenal Casaroli y también estuvo solo en la entrevista con el Cardenal Baggio.

Ese día después de la cena, sentí que Monseñor Romero estaba en plan de desahogo, menos tímido que de costumbre. Y empezó a contarme la entrevista con Baggio.

  —¡Es casi un pecado imperdonable el enfrentamiento que usted ha tenido con el nuncio por esa misa única! -le había amonestado Baggio.

  —Yo quisiera, señor Cardenal, que discutiéramos esto más despacio -se defendió él.

  —¡Eso es lo que pasa con usted, que discute demasiado!

  —Pero no es discutir por discutir, es exponer razones.

  —¡Razones! ¡Los obispos respondones no caben en la Iglesia!

Fue un alegato fuerte. Y no avanzaron nada.

Caminábamos los dos despacio. De repente, Romero se queda inmóvil, pensándosela.

  —Padre Jerez, ¿y usted cree que me vayan a quitar de arzobispo de San Salvador?

  —Mire Monseñor, para quitar a un obispo le tienen que hacer antes un juicio y probarle que es un pistero, que es un mujerero, que es un vulgar, que anda en unas leperadas en las que usted no anda... ¡A usted no le van a hallar un solo pelo en la sopa!

  —¿Entonces...?

  —Entonces, para atrás no creo que vaya a ir, pero para adelante, ¡olvídese que tampoco! ¡Ya puede estar seguro que no llegará usted a Cardenal de la Santa Madre Iglesia!

Medio se rió. Y enseguida puso otra vez la cara seria.

  —En dado caso, prefiero que me quiten de arzobispo y yo irme con la cabeza en alto antes que entregar la Iglesia a los poderes de este mundo.

Fui yo el que me quedé inmóvil. Era una frase muy comprometida la que me había dicho. Porque "los poderes de este mundo" de los que me estaba hablando no eran los del gobierno salvadoreño, sino los del gobierno de la Iglesia, los del Cardenal Sebastiano Baggio. Parecía decidido a no achicarse ante ellos.

( César Jerez)

Dicen que quien va a roma pierde la fe. Monseñor Romero no, sólo un poquito la paciencia. Fue un viaje difícil para él. Agarrábamos aire en las comidas.

Un día almorzábamos los dos en el Pensionato. Nos sirvieron una lasaña a la parmesana que estaba divina. Estábamos saboreándola cuendo me sale él:

  —¡Ay, padre Jerez, si en lugar de esta pasta tuviéramos aquí unas tortillitas con frijoles y un poquito de queso y de crema!

¡Ante aquella delicia italiana soñando con frijoles! Me sorprendió tanta nostalgia por la comida de El Salvador.

Tenía medio plato todavía lleno cuando veo que se agacha por debajo de la mesa y se pone a rebuscar en una bolsa que andaba.

  —¡Pero aquí tengo algo para consolarnos!

Y saca una botella de Amaretto que le habían regalado unas monjas.

  —¡Echémonos un trago por ver a qué sabe! -alzó la botella a la vista de todos.

¡Mezclar licor de almendra para la sobremesa con lasaña! Una completa herejía. Yo pensé: la gente que nos esté viendo dirán: estos dos indios ignorantes no saben ni cuándo se toma un Amaretto. Antes, en medio o al final del almuerzo, a él qué le importaba. Viéndolo tan entusiasmado, también a mí dejó de importarme.

Nos echamos un trago y otro más. Y después, repetimos lasaña. Y claro que nos consolamos.

( César Jerez)

Caminábamos por la Via della Conciliazione. Al fondo, la cúpula del Vaticano. Ya era muy noche. Yo sentí que aquel hielito, lo oscuro, el silencio, favorecían las confidencias. Me atreví a hacerlo hablar.

  —Monseñor, usted ha cambiado, eso se nota en todo... ¿Qué pasó?

Yo al grano, como el chompipe. Aventado.

  —¿Por qué cambió usted, Monseñor?

  —Vea, padre Jerez, yo también me hago esa misma pregunta en la oración -se paró y se quedó callado.

  —¿Y halla alguna respuesta, Monseñor?

  —Alguna, sí. Es que uno tiene raíces... Yo nací en una familia muy pobre. Yo he aguantado hambre, sé lo que es trabajar desde cipote. Cuando me voy al seminario y le entro a mis estudios y me mandan a terminarlos aquí a Roma, paso años y años metido entre libros y me voy olvidando de mis orígenes. Me fui haciendo otro mundo. Después, regreso a El Salvador y me dan la responsabilidad de secretario del obispo de San Miguel. Veintitres años de párroco allá, también muy sumido entre papeles. Y cuando ya me traen a San Salvador de obispo auxiliar, ¡caigo en manos del Opus Dei! y ahí quedo...

Caminábamos despacio, me parecía que Romero tenía ganas de seguir hablando.

  —Me mandan después a Santiago de María y allí sí me vuelvo a topar con la miseria. Con aquellos niños que se morían nomás por el agua que bebían, con aquellos campesinos malmatados en las cortas de café. Ya sabe, padre, carbón que ha sido brasa, con nada que sople prende. Y no fue poco lo que nos pasó al llegar al arzobispado, lo del padre Grande. Usted sabe que mucho lo apreciaba yo. Cuando yo lo miré a Rutilio muerto, pensé: si lo mataron por hacer lo que hacía, me toca a mí andar por su mismo camino. Cambié, sí, pero también es que volví de regreso.

Seguimos andando un rato en silencio. La luna nueva ponía un acento de luz en el cielo romano.

( César Jerez)