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Podía estar ahora echando prédicas en asambleas o conferencias, con un solideo rojo en la cabeza, cardenal de la Santa Iglesia Católica. Con su trayectoria de ortodoxia fiel tenía ya compradas casi todas las papeletas para que le premiaran con ese cargo.
Pero está enterrado en el sótano de una desvencijada catedral de un pobre país de Centroamérica, en el olvidado Sur, con un tiro a la altura del corazón.
Son pocos los seres humanos que se quitan ellos mismos el suelo de debajo de los pies cuando ya son viejos. Cambiar seguridades por peligros y certezas amasadas con los años por nuevas incertidumbres, es aventura para los más jóvenes. Los viejos no cambian. Es ley de vida.
Y es ley de historia que en la medida en que una autoridad tiene más poder, más se aleja de la gente y más insensible se le vuelve el corazón. Vas subiendo y muchos te van perdiendo. La altura emborracha y aísla.
En Óscar Romero se quebraron estas dos leyes. Se “convirtió” a los 60 años. Y fue al ascender al más alto de los cargos eclesiásticos de su país cuando se acercó de verdad a la gente y a la realidad. En la máxima altura y cuando los años le pedían reposo, se decidió a entender que no existe más ascensión que hacia la tierra. Y hacia ella caminó. En esa hora undécima eligió abrirse a la compasión hasta poner en juego su vida. Y la perdió. No le ocurre a muchos.
Por eso y varias razones más creo que la historia de Óscar Romero merece la pena ser contada. Pensé este libro en 1981. Cada amanecer aparecían en las calles y caminos de El Salvador más de treinta cadáveres de muertos matados. Y cada salvadoreño con el que me topaba me relataba con pasión su historia personal con Monseñor Romero. El arzobispo de San Salvador parecía haber dejado en su país una huella tan profunda como la que había logrado imprimir en el corazón de tantos de sus compatriotas.
Socializar estos recuerdos dispersos, poner en común anécdotas tan decidoras, transformarlas en piezas de un mosaico para reconstruir con ellas un retrato de Óscar Romero, se me convirtió en desafío. ¿Resultaría al final el retrato del mero Monseñor Romero? En cualquier caso, sería un retrato. Pero hecho en colectivo.
Soñé este libro en el tiempo de la represión más dura, cuando la memoria de Monseñor estaba aún fresca y cuando en el mundo dolía el destino de los pueblos pobres que luchan por su liberación. Solidaridad era entonces una palabra casi sagrada.
El libro lo escribí y fue publicado ya en otro tiempo. Tanta sangre y la terca esperanza de los salvadoreños lograron forzar las compuertas de otra etapa, la del inicio de la paz con el fin del enfrentamiento armado. En la memoria colectiva, Monseñor Romero es ya un mito, pero una nueva generación de salvadoreños no lo conoce bien.
Es otro tiempo también en el mundo. Aceleradamente, se devaluaron sueños, ideas y proyectos y en medio de una confusa ola de cambios, tenemos que seguir buscando en dirección a la solidaridad, aunque las brújulas estén medio quebradas.
Vuelco rápido y jodido el que ha dado el mundo. Vendrán otros tiempos, tal vez más alentadores. Pese a todos los giros, ayer en su tiempo, y hoy y también mañana, creo que sigue siendo válido y bueno contar la historia de este hombre bueno que es Óscar Romero.
Entre otras muchas cosas, su historia revela la acción de Dios: revela cómo la compasión le va ganando cada vez más espacio a la ideología. Y es eso lo que necesita éste y quizás todos los tiempos del mundo: autoridades buenas, gente con poder -en la Iglesia también- que llamen a las cosas por su nombre, que miren a la realidad y no a la imagen de la realidad, que se compadezcan y actúen: tanta vida a medias, tanto dolor evitable.
Este es un libro de testimonios, no un archivo documental ni siquiera una biografía. No hay rigor cronológico en el orden y hay muchos vacíos y baches. Los nombres de los testigos -sólo algunas veces camuflados- ahí están. Al tratar de reconstruir el retrato de Óscar Romero -el más universal de los salvadoreños- la verdad de todos estos testimonios me llegó muy cargada de amor o muy matizada ya por la dorada luz del icono y la leyenda. Yo también he puesto mis propias cuotas de pluma y veneración.
Este es un libro incompleto y queda abierto a crecer y a madurar con el aporte de muchos más testigos, a los que no pude llegar.
Está dedicado al pueblo salvadoreño, al pueblo que hizo a Monseñor Romero.
24 de marzo de 1993, a los 13 años de su martirio.
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